Crónica de guerra

Huir o tomar el fusil, el dilema de los ucranianos

La corriente de ciudadanos expulsadas de sus casas por la guerra de camino a Polonia se catapulta desde una de las localidades turísticas más importantes del país

Soldados ucranianos se calientan en una hoguera en las inmediaciones de Kiev
Soldados ucranianos se calientan en una hoguera en las inmediaciones de KievALISA YAKUBOVYCHAgencia EFE

“Si yo me entero de que los franceses o los marroquíes han invadido España, me cojo todas las escopetas de mi padre y me atrinchero en Cea Bermúdez y te digo más, me llevaría dos granadas y mínimo usaría una porque a mí los hijos de putero no me cogerían vivo, no señor”. Esta frase tan decidida la dice Francisco pegado al teléfono mientras saca a mear a su perro por la calle de Donoso Cortés. Francisco se considera un patriota y no es de los que dudan. Le escucho al otro lado del aparato en Leópolis, Ucrania, a 70 kilómetros de la frontera con Polonia. Aquí se han aglomerado decenas de miles de personas huyendo de la guerra que deshace su país, hay de todo, algunos intentan cruzar a Polonia mientras otros discuten, con las mochilas a la vista y sentados al desamparo de los bancos de las plazas, si arriesgarse y seguir hacia el sur para salir por Moldavia o Rumanía. Otros simplemente esperan en los hoteles y albergues de la ciudad, no saben muy a qué.

Ahmed, un egipcio de dieciocho años que fue a Kiev para estudiar porque su madre “decía que en Europa era donde tendría un futuro pero fíjate tú”, comenta en su grupo que varios amigos suyos intentaron cruzar ayer por Rumanía y que “unos soldados rusos dispararon al aire y les obligaron a tirarse al suelo”, provocando que todos los presentes desechen la opción rumana de inmediato, sin rechistar. No existen informaciones que digan que las tropas rusas hayan llegado tan al oeste pero aquí nadie está para jugársela. Allí fuera hay una guerra. Las entradas de la bella ciudad de Leópolis están protegidas por barricadas y hombres armados. Las colas casi aparecen de la nada cuando se anuncia que han metido más dinero en alguno de los cajeros de la ciudad.

Pocos negocios aceptan tarjetas de crédito pero lo peor es que no se pueden sacar más de 1.000 grivnas cada vez, es desesperante, lento, angustioso mientras un hombre de cincuenta años que huye de Kiev aporrea el cajero con una larga cola esperando impaciente tras él. Su hijo me explica que el puente por el que salieron de la capital fue bombardeado a las pocas horas de cruzar ellos, causando como consecuencia bajas civiles, pero ya no dice mucho más porque su padre ha logrado sacar un fajo de billetes y tienen que seguir huyendo.

Ayer granizó en Leópolis. Parecía el colmo de los colmos. Iván es un joven calado de veintiún años que espera en la ciudad a reunirse con su novia: “ella vive en la otra punta de Kiev, en la zona más occidental, y le dije que saliera antes que yo y que la alcanzaría pero ella sigue ahora en Dubno, a 140 kilómetros de aquí”. Al preguntarle si se dispone a abandonar el país, se tensa y contesta que nunca haría eso, recordándose a sí mismo que “el Ejército ucraniano detiene a los hombres que intentan cruzar la frontera para mandarles de vuelta a casa”. Y es verdad. Observadores en el terreno confirman que los pocos hombres que intentan cruzar son rápidamente interceptados por soldados ucranianos y separados de sus familias. Iván reconoce aun así que tampoco sabe muy bien adónde ir ahora.

Dimitri tiene cuarenta años y su mujer Victoria está embarazada de ocho meses. Tienen un gato de ojos amarillos que lo mira todo aterrorizado, agazapado en las rodillas de Victoria mientras Dimitri acelera y frena en la lenta cola de vehículos que lleva a la frontera polaca. Hace cuarenta horas salieron de la capital y solo han parado para echar gasolina y para que Dimitri echara una cabezadita. Ellos no se dirigen a la frontera sino que estarán un tiempo en casa de unos amigos en el campo, cerca de Mukácheve, para evitar así que la ley marcial se lleve a Dimitri a luchar. Él niega huir por miedo y añade una declaración pasmosa: “simplemente no odio lo suficiente a nadie como para coger una ametralladora y matarle a tiros, aunque se ruso”. También le preocupa el estado de su mujer pero insiste: “si voy con ella no es por miedo, es porque yo soy un europeo del siglo XXI y no quiero volverme loco a tiros”.

Leópolis, una típica ciudad de veraneo ucraniana, está haciendo el agosto en pleno febrero, y ya anunciaron las autoridades de la ciudad una semana antes de la guerra que el aumento de demanda de la vivienda había aumentado un 30% desde el año pasado.

Ancianos acompañados de sus hijas, familias numerosas, mujeres que rompen a llorar en cualquier momento y diplomáticos occidentales cabizbajos por su fracaso conforman la clientela de la última ciudad al oeste de Ucrania. Todos ellos buscan refugio en la Galicia de los Cárpatos. Pero afuera les protegen los ucranianos que no tienen inconvenientes a la hora de luchar, por una razón u otra. Es el caso de Boris, un voluntario civil de dieciocho años que custodia un puesto de control a las afueras junto con un batiburrillo de civiles y militares. La AK-47 le cuelga holgada del hombro mientras ayuda a apilar unos neumáticos para quemar. Contesta con naturalidad sin dejar de trabajar: “soy joven, no tengo novia ni hijos, tampoco trabajo, mis hermanos también se han presentado voluntarios, dime una razón para que no vaya a luchar por mi país”.