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El europeísmo español

El ayuntamiento de Ronda celebra el Día de Europa
El ayuntamiento de Ronda celebra el Día de Europalarazon

En las últimas décadas España ha llegado tarde a las organizaciones internacionales. El régimen de Franco fue despreciado repetidamente. La ONU en 1945 le cerró la puerta por haber enviado una división a luchar con los nazis en la guerra, no fuimos invitadados a formar parte de la OTAN por no ser una democracia (aunque Portugal entró) y, por la misma razón, el Mercado Común, avanzados los cincuenta, tampoco nos admitió. En la ONU, una organización llena de gobiernos que olían peor que el de Franco, entramos en 1955 por un cambalache entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En las otras dos hubo que esperar a la democracia. La OTAN vino primero, dividió internamente el país con el desliz socialista, luego corregido, de «OTAN, de entrada no», pero en el exterior no había objeciones sino mayoritariamente anhelo; España aportaba una situación geográfica privilegiada para el caso de un hipotético conflicto con la entonces aún temible Unión Soviética.

La lentitud, los remilgos y las zancadillas se producirían con nuestra lógica ansia de formar parte del club europeo. De un lado, las negociaciones para la entrada son laboriosas, complejas; de otro, nos encontramos con la actitud remolona y egoísta de Francia. Las reticencias de un país grande de la Unión Europea pueden frenar la entrada y Francia, a fines de los setenta, era probablemente el país con mayor peso de la Unión. Alemania aún no ocupaba la posición rotundamente preponderante que posee ahora. El Gobierno de Adolfo Suárez topó pronto con París y con el señor Giscard. Nuestros vecinos galos, ¡qué diferencia con el momento actual!, nos incordiaban seriamente en tres cuestiones: actuaban con parsimonia cuando sus agricultores asaltaban nuestros camiones agrícolas; cerraban los ojos a las actividades de la ETA, que entonces mataba con frecuencia en el sur de Francia donde había encontrado refugio, no concebían conceder extradiciones de asesinos y, por último, dificultaban, a veces vetaban, cualquier avance serio en la negociación de ingreso al Mercado Común. El presidente francés, que ninguneaba a Suárez, lanzó hace 25 años lo que R. Bassols calificó de «giscardazo». Pidió una pausa en las negociaciones, la Comunidad debía digerir la entrada de Gran Bretaña, Dinamarca... antes de poder emprender la segunda de España, Portugal y Grecia. Era un veto hipócrita a nuestra candidatura, apoyado por su partido, por el PRP de Chirac y por los comunistas que proclamaban que nuestra entrada equivaldría a importar miseria para los agricultores y trabajadores franceses. «Le Monde» ironizaría: «puesto que los ingleses se portan mal, castiguemos a los españoles y los portugueses».

Con Calvo Sotelo, conocedor de los entresijos europeos, en el poder, el venturoso mutis de Giscard y la llegada de Mitterand se cerraron seis capítulos de la negociación y se avanzó en otros siete (de un total de 16). Con todo, el cínico Mitterand continuaba tascando el freno en cuestiones vitales como la agricultura y la pesca. Tan visiblemente que cuando el francés vino a España en visita oficial, insultante y significativamente sin sus ministros del Interior y de Agricultura que ocupaban las carteras que interesaban a España, los medios de información españoles lo vapulearon inmisericordemente por el tema del terrorismo y por la cicatería en Europa. La hostilidad generalizada española debió impresionarle y el astuto Mitterand comenzó a suavizar el egoísmo galo en la cuestión europea. Al poco ganó aquí el persuasivo Felipe González, a Mitterand le apetecería más hacer a un correligionario el regalo de quitar el freno, y Alemania, que ya costeaba una parte importante del presupuesto comunitario y de las ayudas agrícolas tan vitales para Francia, hizo saber que tendría menos problemas en firmar cheques si se ponía fecha al ingreso de España y Portugal. Palabra de santo. En el 85, cuando firmamos la adhesión, Alemania, aún no unificada, ya pesaba un disparate en Europa. González, con buen rollo con el teutón Kohl, podía sonreír orgulloso. Dentro de la Comunidad España empezó a hacer valer la necesidad de mirar y ayudar a Iberoamérica y no centrarse exclusivamente en la cooperación con Africa. Esa llamada de atención la mantuvo Aznar que se ganó el respeto de sus colegas europeos por hacer los deberes en el tema del euro que adoptamos en la fecha indicada. «El español tiene palabra», decían los europeos. España se ha beneficiado sin duda de la pertenencia al club, nuestra opinión sigue siendo, un poco más reducidamente, claramente europeísta y se ha mostrado un aliado fiel. Excepto en cuestiones claramente divisorias como la guerra de Irak.