Política

Uruguay

El fin de la inocencia... y el comienzo del nazismo

El mariscal Foch señaló que lo de Versalles no era más que un «armisticio de veinte años», y el tiempo y los ánimos de revancha alemanes le darían la razón.

El vagón del armisticio, que fue firmado por el mariscal francés Ferdinand Foch y el ministro de Estado alemán Matthias Erzberger, en la imagen
El vagón del armisticio, que fue firmado por el mariscal francés Ferdinand Foch y el ministro de Estado alemán Matthias Erzberger, en la imagenlarazon

El mariscal Foch señaló que lo de Versalles no era más que un «armisticio de veinte años», y el tiempo y los ánimos de revancha alemanes le darían la razón.

Los europeos pensaron que había llegado la paz y se forjaron la ilusión de una nueva era de progreso y concordia. En las calles de Londres, París y Nueva York hubo grandes manifestaciones y paradas militares para celebrar el fin del horror. El armisticio del 11 noviembre de 1918 parecía inaugurar un nuevo tiempo. Los vencedores decidieron firmar un tratado de paz con cada uno de los vencidos, en especial, con Alemania. París amaneció el 29 de junio de 1919 engalanada con la tricolor como en las grandes ocasiones. Los comercios habían cerrado sus puertas, y en los balcones colgaban orgullosas banderas. Las estaciones de Montparnasse, San Lázaro y Los Inválidos fueron asaltadas por la muchedumbre que quería dirigirse a Versalles a vivir el momento histórico. En la ciudad del Palacio las tropas desfilaban entre aplausos, mientras en la Galería de los Espejos los húsares se alineaban detrás de las sillas. Los asientos, hasta 70, estaban numerados y simétricamente dispuestos. En la mesa había colocado un gran tintero de bronce.

El primero en llegar fue el primer ministro francés, Clemenceau, vestido con levita, corbata negra y sombrero de copa. Luego se presentaron el presidente norteamericano Wilson, Lloyd George, primer ministro británico, y la delegación italiana, entre otras. Los periodistas alemanes se mezclaron con sus colegas de los países aliados, y vieron cómo sus ministros Hermann Müller y Johannes Bell, pálidos, entraban en la sala. Sus firmas, dijo entonces Clemenceau, eran un «compromiso irrevocable» que sería ejecutado «en su integridad». El acto duró dos horas. El último en firmar fue el representante de Uruguay. Al concluir, los alemanes fueron invitados a abandonar el lugar. El espíritu de aquel Tratado lo marcaron Wilson y Clemenceau, junto a Lloyd George y el italiano Emanuele Orlando, quienes formaban el Consejo de los Cuatro. El norteamericano era un idealista que soñaba con la concordia universal, un profesor universitario que consideraba que la paz se asentaría en la autodeterminación de las naciones. El francés, en cambio, fue quien deseó castigar a Alemania. La paz se quiso fundar en el principio de las nacionalidades, una idea wilsoniana, al objeto de deshacer los imperios centrales, dar satisfacción a las oligarquías regionales y crear estados pequeños para impedir nuevos conflictos. Al tiempo, Francia, Dinamarca, Bélgica e Italia adquirieron territorios europeos. El segundo punto de la paz fue la democracia; es decir, los nuevos Estados, y los vencidos debían fundar sistemas democráticos. De esta manera, casi toda la Europa situada al este del Rin y de los Alpes pasó a tener repúblicas.

Las consecuencias de la paz

La tercera derivada del Tratado, y quizá la más decisiva, fue la de convertir a Alemania en un país inofensivo, sometido e inoperante como potencia colonial. La República de Weimar, forjada tras el fin de la monarquía, aceptó devolver Alsacia y Lorena a Francia, ceder a Polonia los territorios de población polaca, reducir drásticamente el ejército, desmilitarizar Renania –región fronteriza con Francia– y pagar las reparaciones de guerra, que cobraron hasta que Hitler las denunció en 1934. Sin embargo, como anticipo y humillación, tropas coloniales francesas ocuparon el Ruhr, una región rica en carbón e industrias químicas y metalúrgicas, durante dos años. El economista J. M. Keynes, quien participó en las negociaciones, ya dijo entonces, en 1919, que las reparaciones de guerra no podían ser pagadas por Alemania. Era cierto. No solo se generó frustración por el pago injusto, sino rabia por la ocupación y el desarme, vistos como una auténtica humillación, ya que la guerra no había llegado a tocar suelo alemán. Ese sentimiento existió desde el principio. El Tratado de Versalles no contentó a nadie, ni siquiera a los vencedores. En Italia y Alemania el irredentismo y la revancha animaron las fórmulas violentas para imponer un nuevo orden nacional e internacional: el fascismo y el nacionalsocialismo. El resentimiento y la frustración generados por el Tratado alimentaron las figuras de Mussolini y Hitler, bien asentados en el recuerdo de la guerra. Esa reacción a una paz injusta fue mucho más clara en el caso alemán, donde los propios firmantes del Tratado fueron tildados de traidores, y su régimen, la democrática República de Weimar, un sistema satélite y falso impuesto por los aliados. Era, como ha escrito el historiador Marc Ferro, una «nación encolerizada» frente a unos aliados que habían perdido la paz en el mismo momento en el que ganaban la guerra. Esto no fue ajeno a algunas grandes personalidades de 1919. El mariscal Foch, francés, ya señaló que aquel Tratado solo era un «armisticio de veinte años». La emperatriz Eugenia, española, viuda de Napoleón III, declaró que «Cada párrafo de esta obra anuncia una nueva guerra», y acertó.