Muere Fidel Castro
El patriarca de la izquierda insurgente
La indefinición ideológica del joven Castro hizo que fuera visto con simpatía en el exterior tras el fallido asalto de Moncada
Cualquiera que se hubiera molestado en mirar de cerca la trayectoria del joven Fidel Castro hubiera tenido dificultades para concebirlo como futuro dictador comunista. De entrada, no pertenecía a una clase oprimida. Su padre, un inmigrante español, había hecho fortuna en Cuba hasta convertirse en terrateniente y dedicarse a hábitos tan burgueses como dejar embarazadas a las criadas. Fidel, de hecho, era uno de los hijos bastardos del laborioso español. Por añadidura, desdeñaba al partido comunista, al que nunca quiso acercarse y veneraba los escritos de otro joven, un fascista español llamado José Antonio Primo de Rivera. No resulta, por tanto, tan sorprendente que asumiera una posición política que no era ni liberal ni proamericana, pero que tampoco era todavía marxista.
Esa falta de definición provocó que fuera visto con simpatía en el exterior desde el fallido asalto al Cuartel de Moncada en 1953 –disparate que le costó un año de prisión– al ulterior desembarco en Cuba en 1956 al mando de un grupo de revolucionarios, entre los que se encontraba el argentino Che Guevara. Algún día se aclarará si el dictador Batista fue más vencido por el abandono de los Estados Unidos, tan dados a dejar a los dictadores a su suerte cuando no les ven futuro, o por un grupo de revolucionarios, entre los que también se hallaban el español Gutiérrez Menoyo (pronto encarcelado) y el idolatrado Camilo Cienfuegos (pronto muerto).
También determinará en qué momento lo que había sido un movimiento de distintas fuerzas decidió caminar, siguiendo un modelo ensayado en España en 1937 y en el Este de Europa a partir de 1945, hacia una dictadura comunista. Es más que posible que Fidel Castro diera el paso más por ambición personal que por convicción ideológica en la constancia de que sólo conseguiría neutralizar una posible reacción de Estados Unidos si contaba con el paraguas soviético. Lo buscó –y lo obtuvo– enseguida porque Nikita Jrushov no podía desperdiciar la posibilidad de colocar una daga en la garganta de Estados Unidos tras la división del mundo acordada en Yalta y Postdam. A esas alturas, cuando recibía ayuda para montar su cadena de radio nacional de un casi desconocido senador chileno llamado Salvador Allende, Castro ya estaba concibiendo un plan revolucionario que sacudiría el continente.
Como le comentaría un día a uno de los técnicos chilenos, igual que desde aquel punto de Cuba partía una cordillera subterránea que llegaba hasta la Tierra del Fuego, pensaba él extender la revolución anti-imperialista desde La Habana hasta todos los confines de Hispanoamérica.
La respuesta norteamericana fue inmediata. El presidente Eisenhower dio orden a la CIA de derrocar a Castro. Sin embargo, a diferencia de Sandino en Nicaragua o de Arbenz en Guatemala, Castro estaba en una isla y disfrutaba de la protección de una superpotencia. Cuando en 1961 la torpeza de la Administración Kennedy malogró la invasión de Bahía de Cochinos, convirtiéndola en un fracaso estruendoso, Castro reforzó las relaciones con la URSS y declaró la naturaleza socialista de la revolución cubana. Al año siguiente, los soviéticos habían comenzado a desplegar misiles en territorio cubano.
Seguramente pasarán años antes de que conozcamos todos los detalles de la crisis de los misiles. Sí podemos dar por seguro que de ella salió Jrushov con la promesa de que Estados Unidos no invadiría la isla, mientras Castro no se recataba en Nueva York de acusar al soviético de ser «un viejo incapaz de sujetarse los pantalones». El impacto de aquellos dos acontecimientos emblemáticos proporcionaron a Castro una proyección apropiada para el ego de un personaje que gustaba de ser conocido como «el caballo». Era él quien había derribado la dictadura de Batista, quien había derrotado a los «yanquis» en las playas de Bahía Girón y quien iba a exportar la revolución en todas direcciones.
En 1965, se convirtió en primer secretario de un Partido Comunista de nueva factura que nada tenía que ver con el que había existido por décadas en Cuba. Lo que vino a continuación fue una verdadera orgía de intervenciones militares en el exterior, mientras en el interior sólo había represión y miseria. A la vez que enviaba grupos de cooperantes a los lugares más lejanos del globo, Castro desplazó unidades del Ejército cubano a la guerras de Yom Kippur, Angola y Ogadén. Por supuesto, viajó también al Chile de Allende y a la Nicaragua sandinista en interminables periplos donde, en su calidad de autoinvestido dispensador de patentes revolucionarias, dio su visto bueno a la «vía chilena hacia el socialismo» y a la «revolución sandinista».
Aunque se las arregló para desempeñar un papel de cierta relevancia en el seno del movimiento de países no alineados, Castro era un hábil peón en la política de expansión de la Unión Soviética. Los años 70 fueron su período dorado con su conversión en 1976 en presidente del Consejo de Estado y del Consejo de ministros –pantallas legales que no servían para ocultar que era un dictador absoluto que aplastaba despiadadamente cualquier disidencia– y, sobre todo, con su ayuda a un conjunto de guerras en el «patio trasero» de los Estados Unidos, signo, según él, de que el triunfo del socialismo estaba cerca. Tan madura debió de ver la ocasión que incluso permitió que Frei Beto redactara un libro de entrevistas con él donde pontificaba sobre una interpretación adecuada de los Evangelios.
Por supuesto, no pocos europeos, incluido Felipe González, pero también Fraga, lo contemplaban con benevolencia, como el David caribeño opuesto al Goliat del norte. Al final, los hechos, como insistía el compañero Lenin, son testarudos y acabaron imponiéndose. Con la caída de la Unión Soviética en 1991, la dictadura castrista perdió su valedor y se encontró en una difícil situación. No sólo es que «el caballo» había perdido su atractivo, no sólo es que cada vez le resultaba más difícil a la progresía defender sus violaciones de derechos humanos sino que el modelo se había venido abajo como un castillo de naipes.
Fidel afirmó que no pagaría la deuda gigantesca que tenía con la URSS y esperó a que amainara. Amainó, efectivamente, cuando una nueva hornada de revolucionarios comenzó a surgir de las ruinas de algunos sistemas políticos hispanoamericanos y aceptaron encantados las credenciales revolucionarias que Fidel les brindaba. En el año 2006, Fidel Castro entraba con pompa y circunstancia en la Alianza Bolivariana para las Américas al lado de personajes como Hugo Chávez o Evo Morales. Pero la biología no estaba dispuesta a darle cuartel. A pesar de que existen fotos en las que Castro aparece iniciándose en la santería, quizá en busca de la inmortalidad, aquel mismo año de 2006 se vio obligado a transferir sus responsabilidades al vicepresidente que no era otro que su hermano. En el 2008, se apartó, al menos formalmente, de la política. Con todo, aprovechando la tecnología, seguía lanzando sus homilías en YouTube como el sumo pontífice que siempre había sido. En el futuro se discutirá sobre la adscripción exacta de su régimen. La mejor definición estaba en una frase que coreaban sus fieles y que decía «Pa’lo que sea, Fidel, pa’lo que sea». Lo suyo había sido una dictadura aún más personal y servil que las de Stalin o Mao. El enigma, como siempre, es lo que pueda venir después.
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