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Hijos de la oscuridad

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Hitler no dio nunca una orden escrita para matar judíos, pero los que organizaron el Holocausto siguieron sus ideas, palabras y textos. La argumentación antisemita de los nacionalsocialistas la articuló Dietrich Eckhart en «El bolchevismo de Moisés a Lenin» (1920). Los judíos, escribió, eran los perturbadores del orden natural, racial y político desde la Antigüedad, ya fuera por mezclarse con otras razas, o por sus planteamientos democráticos, liberales o comunistas. El pueblo judío, decían los antisemitas, tenía un plan de dominio mundial infiltrándose en partidos, en instituciones y en la economía.

Esta invención paranoica procedía del discurso victimista hitleriano que planteaba un pueblo alemán humillado y atado por las potencias europeas y su «enemigo interior», el judío. Así lo aseguraba el nazi Arthur Moeller en «El Tercer Reich» (1923): a la injusticia del Tratado de Versalles se había unido una conspiración judía que impedía a los alemanes tener su espacio vital. Hitler en su mediocre «Mi lucha» (1925) sostenía que la raza judía era destructora, frente a la aria, origen y motor de la civilización. Ese mismo sostuvo Alfred Rosenberg en un bestseller de la época, «El mito del siglo XX» (1930), en la que identificaba el dominio de la raza aria con el ascenso del Hitler al poder y el fin de los judíos.

En el genocidio del pueblo judío se distinguen dos etapas. Una primera, entre 1933 y 1941, fue la realizada por las operaciones aisladas de los Gauleiters –jefes del NSDAP en cada región–, las SS, la Gestapo –que se nutría de delaciones de la sociedad civil– y los Einsatzgruppen –escuadrones de la muerte–. Una segunda se desarrolló a partir de la Conferencia de Wannsee, en enero de 1942, donde se decidió la Solución Final; esto es, la liquidación sistemática del pueblo judío.

En los primeros años del gobierno de Hitler se pusieron las bases del Holocausto. Primero fueron las leyes eugenésicas de 1933 para depurar la raza aria, a la que les siguieron la Ley sobre el Delincuente Habitual (1933), para señalar a comunistas, liberales, mendigos, homosexuales y judíos; la Ley de Servicio Civil, para expulsar a los judíos de la judicatura, la abogacía y la Universidad; y la Ley contra la Masificación de los Colegios Alemanes (1933), al objeto de reducir al 1,5% el número de judíos en colegios y universidades. Las más conocidas son las Leyes de Núremberg (1935), que privaron de derechos a los judíos. Toda esta deshumanización preparó el genocidio.

Las diatribas de Goebbels, ministro de Propaganda, no hubieran funcionado sin un público dispuesta a escuchar y a creer. La noticia de la muerte de un diplomático alemán en París fue la excusa para desatar el pogromo. La violencia fue organizada por los Gauleiters con las Tropas de Asalto, los camisas pardas de las SA. Las brigadas de las Tropas Especiales, las SS, se encargaron de los registros de edificios y domicilios para recoger información que sirviera para fichar a los judíos, así como de las detenciones inmediatas. Las comisarías de policía estaban avisadas de los ataques.

Aquella «Noche de los cristales rotos» los nacionalsocialistas sacaron a los judíos de sus casas, quemaron y saquearon casi 8.000 comercios y más de mil sinagogas. Goebbels escribió en su diario «diecisiete muertos, pero no se ha dañado ninguna propiedad alemana», aunque las cifras que actualmente dan algunos historiadores superan las 200 víctimas.

Era el comienzo. Acto seguido se ordenó el envío de 30.000 judíos a campos de concentración en Dachau, Buchenwald, Mauthausen y Sachsenhausen. Además, el gobierno expropió numerosas empresas y riquezas personales. Era un decreto de expulsión encubierto, porque a partir de entonces cualquier judío que quisiera dejar el país debía abandonar Alemania sin su patrimonio. A los que quedaron pronto se les prohibió ir al cine, pasear por jardines públicos o alojarse en hoteles.