Política

Francia

La contienda de los poetas

Multitud de escritores, de gran prestigio y de muy diferentes nacionalidades, además de los soldados «in situ», reflejaron en sus obras el horror de la Gran Guerra, incluso yendo a los diversos frentes entre 1914 y 1918.

«Westfront 1918», conocida en España como «Cuatro de Infantería», de G. W. Pabst, trató la guerra desde la perspectiva de los soldados rasos
«Westfront 1918», conocida en España como «Cuatro de Infantería», de G. W. Pabst, trató la guerra desde la perspectiva de los soldados rasoslarazon

Multitud de escritores, de gran prestigio y de muy diferentes nacionalidades, además de los soldados «in situ», reflejaron en sus obras el horror de la Gran Guerra, incluso yendo a los diversos frentes entre 1914 y 1918.

En 1914, aparecía un texto en la Prensa titulado «Más allá de la contienda», de Romain Rolland, que se convertiría en el panfleto antibelicista por antonomasia de la época. De él dijo su amigo Stefan Zweig: «En medio de las peleas discordantes de las facciones, este ensayo fue la primera declaración en poner una nota clara de justicia imperturbable, y trajo consuelo a miles de personas». Y así fue porque el escritor francés, con intensa emoción, se dirigió a la sociedad entera con estas palabras de reproche por enviar a millones de jóvenes al ocaso: «Teniendo en las manos tales riquezas vivientes, tales tesoros de heroísmo, ¿en qué los habéis gastado? ¿Qué recompensa tendrá la generosa entrega de esta juventud ávida de sacrificio? Yo os lo diré: su recompensa es degollarse unos a otros; su recompensa es la guerra europea». La sensatez de Rolland, sin embargo, contrastará con una realidad –«No, el amor a la patria no reclama que odiemos y asesinemos a las almas piadosas y fieles de las otras patrias»– que le estaba terca y brutalmente contradiciendo. Y es que las estadísticas de la Gran Guerra son implacables: diez millones de soldados y civiles muertos; una media de edad de los caídos de diecinueve años y medio, muchos de los cuales podrían firmar esta carta de un soldado francés desde Verdún, en marzo de 1916, reproducida por J. Prats en su «Historia del mundo contemporáneo» (1996): «Esos tres días pasados encogidos en la tierra, sin beber ni comer: los quejidos de los heridos, luego el ataque entre los boches (alemanes) y nosotros. Después, al fin, paran las quejas; y los obuses, que nos destrozan los nervios y nos apestan, no nos dan tregua alguna, y las terribles horas que se pasan con la máscara y las gafas en el rostro, ¡los ojos lloran y se escupe sangre!».

De la aventura al miedo

Hace cien años la palabra escrita era preponderante, de tal modo que a falta de imágenes los testimonios de militares o escritores que hicieron de corresponsales de guerra devienen fundamentales para captar el terror de sufrir el ambiente de noticias fúnebres y, como decía el soldado referido, «el trabajo con el pico bajo las terribles balas y el horrible ta-ta-ta de las ametralladoras». En otro diario de guerra, redactado por un doctor llamado Marcel Poisot, se aludía a la sangrienta batalla de Verdún, «la más espantosa de la historia universal», en la que los alemanes se emplearían «con una tenacidad inaudita, con una violencia sin igual», mientras que «nuestros heroicos soldados están bien a pesar del diluvio de acero, de líquidos inflamables y de gases asfixiantes». Estas descripciones espeluznantes cobran protagonismo en las numerosísimas obras literarias sobre la Primera Guerra Mundial, desde los años diez del siglo XX hasta la actualidad, con ejemplos recientes como la novela corta «14» (2013), de Jean Echenoz; en ella, se recreaba la experiencia bélica de cuatro jóvenes cualesquiera que eran el reflejo real de millones de gentes que, sin duda, no esperarían que aquel conflicto se prolongara cuatro años, extremando así las condiciones inhumanas de los que lograban sobrevivir a esa carnicería. De hecho, un capitán que se hace cargo de ciertos lugareños convertidos en soldados dice, al inicio, que los hombres mueren en la guerra «por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo». Y algo así está lejos de ser exagerado si nos atenemos a los textos escalofriantes del joven Ernst Jünger, que quiso muy pronto escapar de su realidad burguesa familiar, que le incomodaba sobremanera, y también de los estudios, de tal modo que acudiría a la Gran Guerra en busca de aventuras. El autor alemán escribiría un «Diario de guerra», inédito hasta el año 2010, que sería el culmen de semejante busca de un destino tan imprevisible como trágico. De hecho, es un milagro que sobreviviera, tras padecer catorce impactos de fusiles y granadas que le provocaron veinte cicatrices; y en medio de todo ello, el apunte en las trincheras cuando es posible. «Escribo esto en un hoyo», dice el joven soldado cinco días después de llegar al frente, mientras a su alrededor silban los proyectiles y pronto caerán compañeros. Pero es que a este Jünger de veintitrés años le resulta indiferente la posibilidad de morir y ver morir. «En realidad, la guerra me parecía más horrible de lo que en realidad es», asegura al comienzo, cuando tiene claro que «al que ha de tocarle, le toca»; él tuvo suerte, pero en un momento dado hablaba de «cómo nos salieron al encuentro hombres chorreando sangre, destrozados», lo cual no le desalentaba, porque, como escribía en abril de 1916: «Pese a todo eso quiero otra vez el choque con el enemigo, cueste lo que cueste». En contraste con esta frialdad asombrosa ante la barbarie, encontraríamos a un autor como el francés Gabriel Chevallier, que en «El miedo» (1930) contó cómo, al estallar la contienda, se pretendía un halo de grandeza, de heroísmo casi romántico, por parte de la propaganda política, y en verdad miles de muchachos acudirían a batallar, con la cabeza alta y mucha inquietud por conocer desde dentro un ejército, incluido Chevallier: «Estaba lleno de una consciente curiosidad, y, pensando que la guerra sería el espectáculo más extraordinario de la época, no quería perdérmelo», decía al comienzo de ese libro que es a la vez novela por su ritmo narrativo, memorias por su carácter autobiográfico, y ensayo, pues es una constante reflexión sobre la falacia de considerar la guerra bajo el prisma de la lealtad a un país o un acto de valentía. Chevallier se propuso anular la idea de que «la guerra era moralizadora, purificadora y redentora», como promovían los Estados, de ahí que pusiera en primer término algo ausente de forma habitual de las novelas de guerras: el hecho de sentir miedo ante la brutalidad de ver morir al prójimo, ser mutilado u oír el silbido de los obuses que caen y estallan. Y es que es posible hallar muchas novelas en las que no se aborda algo tan natural y primario, haciendo solo mención del temor ajeno y nunca del propio.

Textos propagandísticos

En «El miedo», se veía la hipocresía de los jerarcas militares, a las masas alienadas subliminalmente, el horror de los cadáveres, el azar que mantenía con vida al protagonista, Dartemont, que hacía gala de un pleno sentido común: «Ya a los diecinueve años no pensaba que hubiera la menor grandeza en hundirle un arma en la tripa a un hombre, en alegrarme de su muerte». Pero los gobiernos estimulaban esa supuesta grandeza de la victoria militar, lo glorioso que era acabar con el enemigo. Y a ello se sumaron escritores de fama mundial, como el caso de Rudyard Kipling, del que se reunieron sus artículos belicistas –publicados por entregas en el diario británico «The Daily Telegraph» y en la Prensa estadounidense–, que eran puro periodismo propagandístico, en el libro «Crónicas de la Primera Guerra Mundial». Kipling nos introducía en el campo entre soldados y la caballería, los cañones, las bayonetas y los fusiles, pisando ciudades bombardeadas: «Se supone que cada pueblo luchará a su modo, pero esta guerra ha sobrepasado todos los modos conocidos», aseguraba impactado por lo que veía, primero en Francia y luego en Italia. «Una bomba tiene que caer en algún sitio, y por la ley de probabilidades suele golpear directamente, como una paloma mensajera, sobre el punto donde más destrucción causa. Entonces la tierra se abre, yardas y yardas de tierra alrededor del lugar del impacto, y hay que desenterrar a los hombres: algunos, que simplemente se han quedado sin aliento, sacuden la cabeza, maldicen y siguen adelante; pero hay otros cuyas almas han salido volando libres entre tanto horror», añadía. De hecho, tal fue la afluencia de escritores a la Gran Guerra que Ignacio Peyró, en «Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa» (2014), habló de que sería considerara prácticamente como la «de los poetas», pues hasta un periódico de la época «dará fe del fenómeno al mostrar en una viñeta el avance de un soldado: el petate a la espalda, en una mano la bayoneta y en la otra un cuaderno –nada menos– para escribir sus versos».

El cine denuncia

Entre las obras literarias sobre la Primera Guerra Mundial, siempre cabrá recordar la exitosa «Sin novedad en el frente» (1929), de Erich María Remarque, que fue llevada al cine (Oscar a la mejor película en 1930), y también «Senderos de gloria» (1935), de Stanley Kubrick, que también tuvo eco en la gran pantalla, con Kirk Douglas como protagonista. Pero hay otra obra bélica sobre esta contienda que alcanzó una fama y una repercusión absolutamente colosales y que firmó un valenciano: «Los cuatro jinetes del Apocalipsis», de Vicente Blasco Ibáñez, de la que se vendieron solamente en un año, 1919, doscientos mil ejemplares en Estados Unidos. En 1921 la novela se llevaría al cine mudo, con Rodolfo Valentino, y en 1930 se estrenaba la antibélica «Westfront 1918» (en español, «Cuatro de Infantería»), de G. W. Pabst, que trataba la guerra desde la perspectiva de los soldados rasos en las trincheras del Frente Occidental.