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Criminalidad

Los jefes de la Mafia todavía mueren a quemarropa

Varios agentes de Policía recogían ayer pruebas en el lugar del crimen, una mansión en Staten Island
Varios agentes de Policía recogían ayer pruebas en el lugar del crimen, una mansión en Staten Islandlarazon

Francesco «Frank» Gambino murió acribillado el miércoles a las puertas de su casa de Staten Island. El duro cabecilla de una de las familias históricas de la Cosa Nostra, curtido durante años en el escalafón criminal, aspiraba a resucitar al clan que gobernó los bajos fondos de EE UU.

Al jefe de los Gambino, de una de las cinco familias mafiosas de Nueva York, lo acribillaron a la puerta de casa. «Ra-ta-ta-tá». Tenía 53 años. Lideraba un clan mafioso que en su momento de gloria acumuló tanto poder que llegó a reinar en los bajos fondos del hampa estadounidense. Fueron seis disparos. En el pecho. A quemarropa. Después, por asegurarse que no se movía, para evitar que volviera de entre los muertos, le pasaron por encima con un coche. No fuera que Francesco «Frank» Cali demostrara habilidades propias de un Nosferatu.

Sucedió en Staten Island. Una isla boscosa, a la que se accede desde la sección de Bay Ridge, en Brooklyn, a través del imponente puente de Verrazzano-Narrows, la faraónica estructura a la que dedicó su primer libro Gay Talese. Tampoco parece casual que el propio Talese dedicase años más tarde un texto a la mafia, «Honrarás a tu padre». En su caso hablaba de la familia Bonanno, compañera y enemiga de los Gambino durante décadas. Respecto a Staten Island no parece descabellado señalar que pertenece al imaginario mafioso desde que supimos que Vito Corleone tenía allí su mansión, acorazada en los días de la guerra por la entrada de la heroína y el pistoletazo inaugural del joven Michael Corleone.

Volviendo a Cali, abierto en canal a plomazos, las descripciones de los testigos hablan de un ataque sacado de «Uno de los nuestros». O de «Los Soprano». Fue saltar la noticia y casi parecía posible escuchar la música con la que Tony Soprano recorría el camino de vuelta a casa, pagaba en la autopista, cruzaba los puentes sobre el Hudson y acababa en el garaje y la piscina a los que un día se asomaron los patos más célebres desde Donald. Imposible no mezclar ficción y realidad, fotogramas y sangre, cuando la mafia es y sigue siendo uno de los metales calientes en la mitología de EE UU. Un país que, a falta de cruzadas o circunvalaciones del orbe, tiró de centauros del desierto, argonautas en una caravana y sicilianos que sobrevivían en las calles de Little Italy y el Lower East Side para acuñar un fronstispicio literario y poético, una galería de héroes y antihéroes, crímenes, aventuras y ruido a la altura de la potencia naciente.

Desde luego que Frank Cali no es el primero de los mafiosos asesinados. Ni siquiera el primero de los Gambino en recibir la eucaristía del plomo. Pero el precedente inmediato está muy lejos, y el último gran capo en morir baleado fue el legendario Paul Castellano hace 34 años. Lo cazaron a la puerta de un conocido restaurante de chuletones neoyorquino. Uno de los hombres que sucedió al viejo don, y que alcanzó la cumbre de la familia, George Dediccó, fue grabado profiriendo amenazas contra unos rivales, a los que entre otras cosas prometía quemar los ojos. Lo recordaba en la NBC un reportaje dedicado a la sombreada estirpe de unos tipos dedicados al asesinato, la extorsión, el tráfico de drogas, la trata de blancas, las apuestas ilegales, el robo y otras delicias del menú criminal. Ciertamente quedan lejos los días de furia, cuando los Gambino podían vanagloriarse de controlar una trama tentacular ante la que se arrodillaban congresistas y banqueros, agentes del FBI y senadores, alcaldes y policías. En aquellos tiempos el jefe de todas las cloacas, el legendario Edward Hoover, insistía ante los comités del Congreso que el problema de la mafia estaba francamente sobrevalorado.

Pero había mafia, claro que sí, y algunos de sus más reputados príncipes habían colaborado con las tropas aliadas en la II Guerra Mundial. Por no hablar de los necesarios acomodos una vez que alcanzamos las playas de la Guerra Fría. Hoy el nombre de los Gambino no provoca los escalofríos de otros tiempos, pero tampoco exageramos al afirmar que todavía es posible hallar pistas de su presencia en muchos lugares de Nueva York. Tiene al menos 200 miembros de pleno derecho y 2.000 asociados. Suficiente para andarse con ojo en según qué sitios.