Donbás
En el frente ucraniano: la lotería de la muerte en Velyka Novosilka
Las explosiones de la artillería de Ucrania y de las ojivas rusas no se detienen en este enclave estratégico
Los campos de hierba seca en la entrada de la ciudad de Velyka Novosilka están ardiendo. Las columnas de humo blanco ascienden hacia el cielo y se cuelan entre las primeras casas residenciales de esta típica aldea de Donbás, como una niebla artificial que lo inunda todo con un perfume macabra y de esencia quemada. Los soldados les han prendido fuego para camuflar las posiciones artilleras escondidas tras las arboledas, y hacerse invisibles ante el ataque constante de los drones rusos.
Las posiciones de las tropas de Vladimir Putin se encontraban a unos 8 kilómetros un día después de que una revuelta de los mercenarios de Wagner pusiera en jaque al Kremlin y al propio Ejército ruso. La ciudad es un punto clave en la defensa de la zona, así como un apoyo para la contraofensiva del Ejército de Kyiv que está teniendo lugar un poco más al sur, donde se han producido algunos de los éxitos hasta el momento, tras la liberación de las aldeas de Neskuchne, Blahodatne y, más recientemente, Makarivka. El puente por el que se accede al centro urbano es un amasijo de hierros retorcidos y oxidados que yace sobre el río Mokri Yaly. Para cruzarlo han depositado una montaña de arena aplastada que serpentea y te lleva al otro lado de la ribera. En el interior de la ciudad, los cañones ucranianos disparan y el suelo tiembla. La artillería rusa responde con la misma fiereza. No se ve ni una casa que no haya sido alcanzada por la metralla. Esas son las afortunadas. En cada calle hay al menos una vivienda abierta en canal, mostrando los muebles y efectos personales de las vidas de una ciudad que antaño tuvo 5.200 habitantes y ahora está casi desértica.
«Quedan muy pocos civiles. Solo algunas ‘babushkas’ [abuelas] y ancianos que no se quieren marchar, poco más. En el tiempo que he estado aquí no he visto a ningún niño. Tampoco hay un punto de invencibilidad», explica un soldado estacionado en un edificio destrozado, refiriéndose a los lugares designados por los voluntarios para que los civiles se agrupen, puedan acceder a internet, así como a víveres y agua.
Velyka Novosilka ha estado sin agua, electricidad o gas durante más de un año y medio porque es constantemente golpeada por los bombardeos rusos, cosa que no ha permitido que se lleven a cabo tareas de reconstrucción. «Os tenéis que marchar lo antes posible, esta zona es muy peligrosa», añade el soldado, antes de desaparecer bajo las escaleras de un sótano.
Por todas partes, el asfalto agrietado y agujereado como un queso gruyer es un recordatorio de que, en esta ciudad al sureste de ucrania, los ataques rusos no tienen un objetivo en concreto. Aquí aspiran a la destrucción total, con o sin civiles en su interior. El silencio que reina en las calles solo se ve roto por el sonido de las botas pisando los cristales rotos, y las detonaciones de la artillería ucraniana de salida y las ojivas rusas que explotan alrededor. A veces lejos, a veces cerca. Vivir en Velyka Novosilka se ha convertido en una lotería de la muerte.
Entonces, una cabeza asoma por una ventana con el cristal hecho añicos. Dos ojos curiosos que aparecen en una casa cuyas paredes están perforadas por la metralla. Luego, una puerta se abre y un intenso olor a mermelada de bayas inunda el patio que la rodea, lleno de escombros. Del interior sale Ilona, de 60 años, esbozando primero una sonrisa preocupada y, después, al cerciorarse que la prensa extranjera ha llegado hasta este lugar de muy difícil acceso, llena de compasión y ganas de ofrecer todo lo que tiene a cambio de nada. Así son las «babushkas» ucranianas. Madres de todos.
En el interior de su domicilio, donde vive sola, «mi hija y mi nieta se marcharon a Dnipro hace tiempo», ofrece café, té y da a probar la mermelada que está cocinando para luego meterla en botes de conserva que ella misma sella. ¿Se los vende a los soldados? «No, son para mí. Cuando acabe con estos irán directamente a la despensa», explica, sonriendo y enseñando varios de sus dientes de oro. ¿Por qué no se marcha? «Yo de aquí no me voy, esta es mi casa», sentencia seria como la muerte que le rodea, mientras el retumbar de la artillería no cesa. Delante de su casa hay un cráter de un proyectil que estalló hace pocos días.
Más adelante, entre casas desventadas, chamuscadas, rociadas por la metralla incandescente y asesina, aparece Yuri, otro civil que se ha enrocado en su hogar, pase lo que pase. La amenaza es más que evidente: en la residencia de al lado una bomba cayó sobre el tejado y la ha partido por la mitad. «No quiero hablar», dice, con la voz temblorosa. «No me hagáis fotografías porque hace poco vino una ONG para traer ayuda, hicieron fotos y poco después bombardearon justo aquí», explica. La desconfianza en sus ojos y el temblor de sus manos son testigos del horror que no cesa en este lugar.
No es el único civil que prefiere mantenerse callado y sumido en su infierno personal. Otros, tras asomarse por la puerta o una ventana, niegan con la cabeza o ponen los brazos en cruz para mostrar su negativa a hablar. El miedo es el holocausto de la razón, y aquí se siente en el estómago y en los silencios entre explosión y explosión. Sin embargo, como en todo averno, también hay lugar para lo absurdo: mientras los proyectiles rusos explotan cerca, un anciano y un hombre de mediana edad pasan por al lado sobre sendas bicicletas. No se detienen, pero sonríen como si el sol de la tarde de Donbás fuese lo único que surcase el cielo. Uno de ellos saluda.
Al salir de la ciudad para retomar la larga carretera que lleva hasta el control del Ejército ucraniano, cuando parece que lo peor ha pasado, dos misiles rusos caen sobre una posición artillera cercana produciendo dos hongos gigantescos de humo amarillento. Un último recordatorio de que, en Velyka Novosilka, vivir o morir de forma trágica es solo es una cuestión de suerte.
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