Contraofensiva
El infierno del hospital de Mechnikov: "Es la segunda vez que me hieren, los médicos me han tenido que cortar una pierna"
A medida que se intensifican los combates en el frente, llegan los heridos al hospital central de Dnipro. LA RAZÓN accede a las habitaciones de los heridos y a las salas de operaciones que no dejan de funcionar
«Esta es la segunda vez que me hieren», dice Ruslan, yaciendo postrado en una de las camas de la UCI del hospital Mechnikov, uno de los más grandes y modernos de toda Ucrania, situado en el centro de Dnipro. «Los médicos me han tenido que cortar una pierna», explica, mientras descubre la sábana y enseña la amputación realizada por encima de la rodilla y envuelta en vendajes empapados en sangre. «Mi familia no sabe que estoy aquí de nuevo», añade, sin poder evitar una expresión de dolor.
Hace poco que este soldado de poco más de treinta años llegó directamente del frente de Zaporiyia, donde la contraofensiva ucraniana está sufriendo el mayor número de bajas. «No recuerdo cómo me hirieron. Estaba con mis compañeros y, de repente, ya no estaba», dice, con los ojos demasiado abiertos, un tanto desorientado como si todavía no pudiese creer que sigue vivo. Algo que se evidencia en su cuerpo lacerado y lleno de heridas de todos los tamaños causadas por la metralla rusa. Sus brazos, el pecho, la cara, la pierna que ha sobrevivido, no hay un solo palmo de piel sin resquebrajar.
«Por motivos de seguridad no puedo decir el número de pacientes que tenemos en el centro, pero te aseguro que son muchos. Cada día llegan entre 50 y 100 heridos muy graves. Las 250 camas de la UCI están llenas», cuenta Serhiy Ryzhenko, el director del centro, el cual tiene una capacidad normal de 1.200 pacientes, pero que desde que empezó la guerra ha tenido que aumentar sus actividades. «De los 30 departamentos, 20 son de cirugía y siempre están llenos. Recibimos pacientes con todo tipo de problemas: traumatismos craneales, amputaciones, heridas en el tórax, una lista larga y atroz».
«Los soldados heridos vienen de todo el frente. De Jarkiv, Jersón, Bajmut, Zaporiyia, casi todos los lugares donde se combate, porque este hospital cuenta con algunos de los medios más modernos de todo el país», añade. Por otro lado, mientras la marabunta de mutilados malheridos no cesa, también «tratamos a toda la población de la ciudad. El trabajo nunca cesa», concluye, con la voz cansada y unas ojeras como platos soperos.
De vuelta en la UCI, el doctor Olegxandr abre las puertas de una sala donde hay seis soldados conectados a sendos respiradores de oxígeno. El sonido y los pitidos del equipo médico es lo único que se escucha.
Soldados imberbes
La mayoría son muy jóvenes, algunos todavía ni se afeitan. El blanco impoluto de las paredes y sábanas choca con el rojo intenso de la sangre transpirando por los vendajes. Y el olor a desinfectante pugna con el de la carne abierta. «Esto es la guerra», dice, mientras muestra a un soldado que ha perdido ambas piernas. En su historial médico, colgado a un lado de la cama, se lee que nació en 1998. «Los que están en esta sala vienen del frente de Zaporiyia», confirma.
Allí también su encuentra una mujer, la cual prefiere mantenerse en el anonimato. No es doctora ni enfermera, sino una civil cuyo hijo también fue herido hace unos meses y ya se está recuperando. Tras esa experiencia traumática decidió seguir aportando su granito de arena para paliar una de las peores caras del conflicto: las horripilantes heridas de guerra. «Mi hijo ya no está aquí, pero vengo para hablar con ellos, aunque no estén conscientes. Para darles fuerzas», indica, manteniendo la compostura.
«Su trabajo es importantísimo. Muchas veces, la voluntad de vivir es la diferencia entre la vida y la muerte», explica el doctor Olegxandr. «Tienen que quererlo, que desearlo, y si se ven solos y en esas condiciones, a menudo desisten y ya no se puede hacer nada para salvarlos. Ella también les da la vida», añade.
De repente, uno de los muchachos que luchan para volver al mundo de los vivos empieza a ahogarse. Una de las enfermeras entra a toda prisa para succionar el vómito con un tubo de plástico. El joven soldado abre los ojos, completamente idos, sin saber dónde están o cómo han llegado hasta allí. Su cuerpo empieza a temblar. Parece como si, por primera vez, se hubiese dado cuenta de que está en la UCI. La intubación no ayuda, pero la enfermera consigue sacar el vómito y, luego, le limpia la barbilla y el pecho con una delicadeza maternal. El joven se calma y vuelve a perder la conciencia.
Operaciones de emergencia
Al final del pasillo, en una de las salas de operación, LA RAZÓN asiste a una intervención de emergencia de uno de los guerreros cercenados por la metralla. «Es la segunda vez que tenemos que operarlo. Hace unos días tuvimos que amputarle una pierna, pero la hemorragia no se ha detenido», explica una de las enfermeras, mientras los médicos cauterizan las venas del músculo rojo, sangrante, por donde asoma el hueso blanco y cortado a la perfección.
A su lado, la bolsa de sangre para la transfusión gotea lentamente para que su cuerpo no se quede sin el elixir de la vida. «Este ha tenido suerte, sobrevivirá», concluye la enfermera que, como sus compañeras, hace meses que encadena un turno tras otro. Ellas también luchan, aunque no estén en las trincheras. «En el hospital se realizan un mínimo de 100 operaciones al día. Afortunadamente, no nos falta de nada y podemos realizar nuestro trabajo en buenas condiciones», explica Serhiy Ryzhenko.
En esta sala de emergencias, así como en las 250 camas donde toda una generación de ucranianos se desangra por una guerra impuesta por la vecina Rusia, las palabras de William T. Sherman, uno de los generales más famosos de la guerra civil norteamericana, resuenan más que nunca: «Sólo aquellos que no han oído los gritos y gemidos de los heridos son los que claman sangre, más venganza, más desolación. La guerra es el infierno».
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