Historia

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Puñales para las archiduquesas

Puñales para las archiduquesas
Puñales para las archiduquesaslarazon

Tras más de un año de cautiverio, en julio de 1918, los bolcheviques liquidaron a toda la familia imperial: el zar, la zarina, sus cuatro hijas y el pequeño Alexey.

Alejandra de Hesse, nieta de la reina Victoria de Inglaterra, hija de Luis IV de Hesse-Darmstadt, se negó a arrodillarse por supersticiones. No iba a postrarse ante ningún icono de la catedral Kazan de San Petersburgo. La vieja tradición consistía en que las novias orasen allí en la noche anterior a su boda si no querían ser infértiles o tener solo hijas. La corte rusa advirtió a la princesa alemana antes de su boda con el zar Nicolás, en noviembre de 1894. Cuando nació Anastasia en 1901, su cuarta hija consecutiva, el campesinado ruso pensó que la zarina estaba maldita por Dios, y con ella, el imperio. Alejandra estaba hundida. Nicolás II mantenía el tipo diciendo a los embajadores: «¡Tendremos que volver a intentarlo!». Burton Holmes, escritor de libros de viajes, lo vio claro: «Nicolás daría la mitad de su imperio a cambio de un heredero».

Mientras, Rusia se agitaba. Nicolás II mantenía el vínculo entre el absolutismo, el nacionalismo ruso y la religión ortodoxa. A principios del XX, el Imperio carecía de las instituciones básicas de la modernidad, y los problemas se multiplicaban. En un territorio vastísimo dividido en dos continentes, convivían 150 pueblos con múltiples lenguas y religiones sometidos a la rusificación, lo que alimentó los nacionalismos. A esto se sumaron las derrotas militares ante Japón en 1904 y 1905, que acabaron con el mito de la invencibilidad imperial. El paro y el hambre aumentaron por el atraso industrial, la competencia alemana, y las malas cosechas, produciéndose revueltas campesinas. El malestar desembocó en el «Domingo sangriento», el 9 de enero de 1905, cuando los miembros de la Guardia del zar dispararon a la muchedumbre que se acercó al Palacio de Invierno para pedir pan y trabajo. La noticia generó huelga y motines contra Nicolás II. Los liberales se agruparon en torno al Partido Democrático Constitucional –llamados kadetes–, y la izquierda en el Partido Social Revolucionario y el Partido Obrero Socialdemócrata, dividido entre mencheviques y bolcheviques. La oposición al zarismo reivindicó una asamblea constituyente y reformas sociales. Los marinos del acorazado Potemkin se amotinaron. Los marxistas de San Petersburgo formaron un soviet, repetido en otras ciudades. Y Nicolás II, a regañadientes, tuvo que convocar una Duma en octubre de 1905, pero con un exiguo censo electoral –el 1%– y sin apenas trascendencia real.

Todo se agitaba al tiempo que la zarina Alejandra daba a luz a Alexey; un varón. Era el 30 de julio de 1904. La fortaleza de Pedro y Pablo en San Petersburgo lanzó 301 salvas para anunciar el alumbramiento. La gente dejó de trabajar e inició las celebraciones. Hubo quien extendió el rumor, según cuenta Helen Rappaport en su documentadísimo libro «Las hermanas Romanov» (Taurus, 2015), que los zares habían sustituido a su quinta hija por un niño cualquiera. Nicolás II escribió: «El nacimiento de un heredero tras tantos años de ansiedad y esperanzas frustradas cambiaría el destino de Rusia». Se equivocó. Pronto supieron que Alexey padecía hemofilia, y que su esperanza de vida era de unos trece años. La tensión social aconsejó que se guardara el secreto.

La actividad política aumentó la periodística, y la agitación inundó todos los ámbitos públicos. El zar se rodeó por aquel entonces de consejeros nefastos, como el curandero Grigori Rasputín, un intrigante. La imagen de los Romanov se hundía. La Ojrana, policía secreta, perseguía a los opositores, confinándolos luego en campos de trabajo en Siberia o ejecutándolos. Esta represión fue útil poco tiempo: cuando la Ojrana disparó a los huelguistas de las minas siberianas de oro en 1912, se produjo un movimiento de solidaridad en todo el imperio que duró hasta 1914. El odio contra el zarismo corrió como la pólvora. La entrada en la Gran Guerra fue la gota que colmó el vaso. La agitación no detuvo el plan de vida de las hijas de Nicolás II, según cuenta Helen Rappaport. La archiduquesa Olga (1895) era la primogénita. Enfocaron su educación al matrimonio, e incluso pensaron en el futuro rey de Rumania. Su madre, que había sido educada por Victoria de Inglaterra, la hacía dormir en camas duras y recoger su habitación. La segunda hija, Tatiana (1897), era la más elegante y simpática, quizá por su gesto dulce y mirada risueña. Las dos estuvieron muy unidas, especialmente durante el cautiverio de 1917 y 1918. María, sin embargo, nacida en junio de 1899, no se separaba de su padre, y prefirió la compañía de Anastasia, traviesa, con mucho genio, y dos años menor que ella.

Al estallar la Guerra del 14, Olga y Tatiana se incorporaron a la Cruz Roja. María y Anastasia visitaban a los heridos en lugares selectos y seguros. Y es que la población rusa enseguida despreció una guerra que tomaba sus vidas a cambio de poco más que el prestigio del zar y su régimen. La propaganda de la oposición fue muy efectiva; especialmente la de los bolcheviques, que con un populismo claro ligaban la caída del zarismo con el pan y la paz. Los motines contra los oficiales, animados por los revolucionarios, se extendieron. Alexey, precisamente, había sido educado en un ambiente de uniformes y armas, aunque lastrado por la debilidad que le generaba la hemofilia. A menudo era llevado en brazos para evitar un accidente. La zarina Alejandra, deprimida al ver a su hijo en tales condiciones, redujo la vida social al mínimo. Al producirse la revolución de febrero del 17, le propusieron al zar abdicar en su hijo, del que debía separarse mientras durase la regencia. Incapaz de abandonar a Alexey, Nicolás II abdicó diciendo: «No queriendo separarme de nuestro hijo amado, legamos nuestra herencia a nuestro hermano, el gran duque Miguel».

La familia Romanov se dejó capturar por el gobierno provisional, que la confinó en el Palacio de Tsárskoye Seló, a las afueras de San Petersburgo. Kerenski, el presidente de la República, intentó, con la oposición del Sóviet de Petrogrado, que el zar y los suyos fueran acogidos en otro país, pero ni Gran Bretaña, Alemania o Francia quisieron. La intentona bolchevique de julio de 1917 aconsejó a Kerenski trasladar a los Romanov a Tobolsk, en Siberia. No era un miedo infundado: los bolcheviques dieron un golpe de Estado en dos tiempos; primero, disolvieron el gobierno en octubre de 1917, y luego, en enero de 1918, hicieron lo propio con la Asamblea constituyente al comprobar que habían perdido las elecciones. A partir de ahí comenzó la liquidación de los enemigos de la dictadura comunista, entre ellos los Romanov.

Los últimos días de Ipatiev

Inmerso en la guerra civil, Lenin ordenó en abril de 1918 que la familia imperial fuera trasladada a Moscú por el avance del ejército blanco. En el viaje fueron interceptados cerca de Ekaterimburgo por la checa del Sóviet de los Urales, y llevados a la casa Ipatiev, una residencia burguesa. Los chequistas tintaron los cristales, liquidaron a las personas «prescindibles», y convirtieron el lugar en una prisión. Fue Lenin, según Trotski, quien ordenó asesinar al «estandarte viviente» del ejército blanco. En Ipatiev, la vida transcurría como en una prisión. Las archiduquesas no podían salir al exterior. Pasaban el día cosiendo, leyendo o con tareas domésticas, como cuenta Helen Rappaport. Muchos curiosos de los alrededores se acercaron a ver a la familia imperial desde lejos. La cercanía del ejército blanco parecía que iba a acabar con el cautiverio. Nada más lejos de la realidad.

Unas voces les despertaron en la media noche del 16 al 17 de julio de 1918. La familia Romanov y su servicio debían bajar al sótano. Les mintieron diciendo que salían de viaje. Los prisioneros se apilaron como si fueran a hacerles una foto. Oyeron a los chequistas bajar a trompicones la escalera, ebrios de vodka. Yurovsky, su jefe, les comunicó la sentencia a muerte, y los once asesinos descargaron sus armas sobre los Romanov. Nicolás, Alejandra y el zarévich Alexey murieron al instante, pero las archiduquesas no. Tuvieron que ser rematadas. Hasta 2006 no se les reconoció como víctimas de la represión política.