Elecciones en Estados Unidos
¿Todo el poder en sus manos?
En estas elecciones, no sólo se ha impuesto un Donald Trump que –de momento– tiene reconocidos 279 compromisarios frente a los 228 de Hillary Clinton. Por añadidura, los republicanos mantienen el control sobre el Congreso, donde cuentan con 236 escaños frente a 191 de los demócratas, así como del Senado, donde disfrutan de una mayoría de 51 frente a 47. En otras palabras, el Ejecutivo y el Legislativo están en manos republicanas.
«Los republicanos ganaron porque teníamos las mejores opciones (...) e hicimos todos los preparativos para competir en un contexto político volátil», afirmó el presidente del Comité Senatorial Nacional Republicano, Roger Wicker. El portavoz de la Cámara de Representantes, el también republicano Paul Ryan, aseguró que trabajará conjuntamente con Trump, pues «se ha ganado un mandato». También, presumiblemente, estará en manos republicanas la mayoría del Tribunal Supremo. No sólo es que Trump puede designar ahora al juez que conformará la nueva mayoría sino que, por añadidura, durante su mandato habrá otros dos magistrados más que llenarán los huecos que queden en el Alto Tribunal. En un ordenamiento como el español, de corte parlamentario y voto proporcional, semejante concentración de poder significaría un acercamiento peligroso a una dictadura de facto. No sucede así ni lejanamente en el sistema estadounidense. Los padres fundadores diseñaron lo que ellos denominaron un sistema de «checks and balances» (frenos y contrapesos) que impidiera los efectos negativos de la concentración de poder. Basándose en la organización de las iglesias puritanas –distintas del sistema jerárquico católico u ortodoxo– y convencidos de la veracidad del texto bíblico de Jeremías que afirma que el corazón humano tiende al engaño (quizá el pasaje bíblico más citado en la correspondencia de los Padres fundadores) articularon un engranaje donde es imposible que ningún poder prevalezca sobre otro, pero también es impensable la imposición total de un partido. El Ejecutivo –que nombra los ministros con independencia del legislativo– puede así proponer leyes y vetar normas, pero su capacidad para hacerlo es limitada. También puede designar a los jueces del Supremo, pero debe aprobarlos el Legislativo. Finalmente, las cámaras son formadas con un voto mayoritario en el que los candidatos no son designados por las cúpulas de los partidos sino por un sistema de primarias y con la intención de que se defiendan los intereses de cada circunscripción.
De esta manera, es completamente normal que, por ejemplo, un senador republicano de Texas se oponga a un presidente también republicano, pero apoye a uno demócrata si así conviene a los intereses de sus electores. Es más, éstos le pedirán cuentas no por respaldar al presidente sino por cumplir lo que ha prometido en Texas.
Semejante circunstancia democratiza enormemente el sistema y además obliga de manera natural a buscar acuerdos de tal manera que el llamamiento de Trump en su discurso de victoria a demócratas, republicanos y a independientes, legisladores sin afiliación no es un brindis al sol sino la descripción de una realidad. Todos los presidentes han recibido así el apoyo de legisladores del otro partido y también se han visto abandonados por sus compañeros de filas, pero es que el sistema no pretende la hegemonía partidista sino evitar, fundamentalmente, la concentración de poder en la convicción –nuevamente la herencia puritana– de que el ser humano tiende al mal y una sociedad inteligente evitará una excesiva concentración precisamente controlando a los que tienen poder.
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