
Testimonios
Desde la trincheras ucranianas: «La guerra cambió para mí cuando murieron mis compañeros»
Los soldados ucranianos se plantean el coste de su entrega en el frente. «A veces pienso si todo esto no habrá sido en vano. Y entonces me digo a mí mismo que no»

A veces me llamaba cuando la angustia lo abrumaba. Cuando cargar con esta guerra se volvía insoportable. En ocasiones me pedía que tradujera los nombres de los medicamentos para los combatientes hispanohablantes heridos. Hablaba mucho sobre la universidad en la que estudiamos juntos, recordaba los nombres de los profesores y los compañeros de clase. Nombres de otra vida, de los que yo ya no me acordaba. Se habían borrado de mi memoria junto con los años que pasé en Madrid. Al principio, esas conversaciones me irritaban abiertamente, como si fueran un reproche a mi propia memoria.
Hasta que comprendí que no tenían nada que ver conmigo. Él guardaba esos detalles como el único vínculo con su vida civil. Los conservaba como si fueran un tesoro invaluable. Había tenido tan poco de aquella vida sin guerra que prácticamente no la recordaba. Intentaba regresar a ella, pero nunca por mucho tiempo, apenas por seis meses. Hace ocho años, Artem, ahora médico de combate, dejó la universidad para unirse al ejército. Pertenecía a la generación del Maidán, y a sus 18 años estaba convencido de que las ambiciones de Rusia no se detendrían en Crimea y Donetsk. Creía que se avecinaba una gran guerra.
A veces observaba a sus antiguos compañeros de clase… «Echo de menos la universidad. La mayoría de la gente se quedó, y gracias a que nosotros nos fuimos, ellos pudieron crecer y desarrollar sus habilidades. A veces sigo sus trayectorias, algunos han ganado dinero, otros han logrado algo en sus carreras… Nosotros no tuvimos esa oportunidad. Ellos pudieron hacerlo porque en 2014 nosotros nos fuimos al frente. A veces pienso si todo esto no habrá sido en vano. Y entonces me digo a mí mismo que no. Porque cuando empezó la guerra, yo estaba preparado mental y físicamente, y ellos no», confesó.
A pesar de los años en el ejército, nunca deshonró el título informal con el que se conocía a los estudiantes de su alma mater: «la élite de la nación». Era inteligente. En Kiev, tomando un café cerca de la universidad, hablábamos sobre la influencia de los relatos rusos en América Latina, sobre la Antigua Roma y sobre geopolítica.
La semana pasada, entre el aluvión de noticias sobre negociaciones y la reunión en Riad, se perdió una pequeña: Artem había muerto. El 9 de febrero de 2025, un bombardeo enemigo acabó con su vida cerca de Pokrovsk. En los recuerdos que compartieron sobre él, alguien habló de sacrificio y del alto precio que ha pagado Ucrania. Es algo que cada vez se menciona más en el frente, cuando se hace la pregunta retrospectiva sobre los últimos tres años. Rusia avanza lentamente en la dirección de Pokrovsk y con grandes pérdidas. No se puede hablar aún de su victoria en el campo de batalla, pero eso no hace que el dolor por nuestras pérdidas sea menor.
«La guerra cambió para mí cuando murieron mis compañeros. Fue entonces cuando la entendí de verdad. Cada uno la asimila en un momento diferente. Para mí, ocurrió cuatro meses después de que comenzara», me dice Taras, de 32 años, subcomandante de un batallón de artillería. Ahora, con la 68.ª brigada, también se encuentra en el punto más caliente de este invierno: los alrededores de Pokrovsk.
Para ellos, también, la guerra a veces se vuelve insoportable. Me cuenta la historia de un soldado que regresó de una misión y se arrodilló suplicando que no lo enviaran más al frente. «Un tipo fuerte, además veterano de la ATO… Pero la guerra se acumula», admite Taras. Aun así, se mantiene firme con sus hombres. Cada momento libre le recuerda su propio agotamiento y su deseo de volver a casa, donde lo espera su esposa. Solo pudo vivir con ella seis meses antes de ser movilizado.
En la pared de su refugio cuelga un retrato impreso de Aréstovich, el político populista ucraniano que prometió que la guerra terminaría en dos o tres semanas. Cada mañana lo miran y se dicen: «Dos o tres semanas», se ríen y luego siguen con su trabajo. Quieren la paz y, tal vez, algún desfile, pero no a cualquier precio. La paz debe ser tal que todos estos sacrificios y pérdidas no sean en vano.
Sobre Europa, en la que Taras vivió seis años y por la que recibió el apodo de «El Italiano», su ánimo es escéptico.
«Imagina que mi casa está en llamas. Hay dos maneras de apagar el fuego. Una es llamar al camión de bomberos, esperar una eternidad mientras deciden qué hacer, hasta que no quede más que cenizas. La otra es que los vecinos y yo formemos una cadena y pasemos baldes de agua juntos para apagarlo. No me gustaría tener un amigo que me diga: ‘Voy a ayudarte… pero solo después de que alguien firme un papel’», dice, usando una metáfora para describir la relación con Europa.
El sargento principal de una compañía de infantería, con el indicativo «Rambo», regresó a la guerra por sus hermanos de armas. Se ganó ese apodo en combate. Un día pisó una mina antitanque. Salió del vehículo justo cuando comenzó un asalto. Cubrió la retirada de su grupo lanzando granadas desde una caja que tenía delante. Ese mismo día, fue solo a recuperar los cuerpos de los caídos, porque nadie más se atrevía. Lo cuenta con un tono casi alegre, tranquilo, con sarcasmo y una sonrisa.
Excepto cuando habla de Semenivka, un pueblo cerca de Avdiivka donde su brigada fue enviada el año pasado tras los combates en Járkiv para ayudar a la 3.ª Brigada de Asalto. Allí, la proporción de fuerzas de infantería era de 1 a 10 en su contra, y la de drones, de 1 a 4. También recuerda esa batalla porque allí murieron dos de sus amigos. Uno de ellos, Vitaliy Radio, recibió póstumamente el título de Héroe de Ucrania. Pasaron una semana allí sin agua ni comida. Salió de allí con metralla incrustada, la mano izquierda destrozada, el tímpano reventado y una herida abierta en la espalda. Pasó ocho meses en cirugía, pero nunca quiso ser relegado a tareas en la retaguardia.
«¿Para qué ir a la guerra si solo iba a cocinar o cortar leña?», comenta Rambo. Aunque tuvo dudas, comenzaron a surgir durante su tratamiento. En el hospital de la ciudad, durante la primera semana, ni siquiera lograron identificar dos fracturas en su columna ni extraer los fragmentos de metralla. Furioso, amenazó con «tomar prisioneros» a todos los médicos. Recuperó la fe en la medicina gracias a los doctores del tren de evacuación y del hospital militar. Ahora no siente el 60 % de su brazo y pierna izquierdos, el 40 % de su pierna derecha y tiene la columna fracturada.
Su familia no entendió su regreso al frente. Su esposa le amenazó con pedir el divorcio, pero el papeleo sigue en un cajón. Lo que lo motivó a volver fueron los muchachos que se quedaron en Pokrovsk. Cree que sin él, no lo lograrán. «Podría haberme dado de baja, pero ¿y después qué? ¿Qué pasa si perdemos la guerra? Si Rusia exige control sobre nuestro territorio, si exige reducir nuestras fuerzas armadas… ¿Qué seremos entonces? Todos los que luchamos contra ella seremos automáticamente criminales. Nos esperará la cárcel o la muerte», dice Rambo.
Tras un breve silencio, añade: «Ya cruzamos la línea roja cuando nos alistamos en las Fuerzas Armadas. No hay vuelta atrás».
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