La Razón del Domingo
El misterio de Cubillo
En 1977, un atentado del Mpaiac cerró el aeropuerto de Las Palmas / Dos Jumbos fueron desviados a Tenerife y chocaron entre la niebla: 583 muertos
Seis segundos antes del impacto, el comandante Velthuyzen van Zanten había tirado bruscamente de la palanca, encabritando el gigantesco avión. Frente a él, entre la niebla, acababa de descubrir otro aparato cruzado en la pista. Con el morro arriba, el patín de cola rozando el suelo, ganó unos metros de altura. No fue suficiente. Los motores de estribor tocaron el «obstáculo» abriéndole un enorme agujero y, a continuación, su tren de aterrizaje le arrancó la cola. Sin control, fue a estrellarse 150 metros más allá. Estalló en una bola de fuego porque acababa de llenar los depósitos con 55.500 litros de queroseno. Y todos a bordo, 248 personas, murieron abrasados. En la pista, el otro avión también ardía, pero por la brecha abierta consiguieron escapar 68 pasajeros. El resto de los ocupantes, hasta 335, resultaron muertos. Se había consumado la que todavía hoy es la mayor tragedia en la historia de la aviación comercial: el choque de dos Jumbos en el aeropuerto tinerfeño de Los Rodeos. Pero el caso es que ese 27 de marzo de 1977, ninguno de los dos aviones debía haber estado allí...
Ahora ya está muerto, pero, a los efectos del relato, no tiene la menor importancia. Antonio de León Cubillo Ferreira, el iluminado que soñó –y mató– con unas Canarias africanas y libres, siempre se negó a aceptar que aquella maldita bomba de Gando tuviera relación con la enorme tragedia. Su banda, el Mpaiac (Movimiento Popular para la Autodeterminación e Independencia de Canarias) la había ocultado tras la caja registradora de la floristería situada en la terminal de pasajeros del aeropuerto de Las Palmas. La tienda la atendía Marcelina Sánchez, de 26 años, tan guapa como agradable. El estallido reventó la enorme cristalera y una nube de vidrio, hecha metralla, le destrozó la espalda y las piernas. Hubo seis heridos más, pero Marcelina fue la más grave. Durante dos años, sin una queja, sufrió injerto tras injerto. Murió, aún joven, 15 años después. En el mismo momento, al menos media docena de aviones volaban hacia Gando. Destino turístico por excelencia, de ahí el objetivo terrorista, llegaban vuelos de casi todo el mundo. A la bomba siguió la amenaza de otra. Las autoridades decidieron cerrar el aeropuerto mientras la Policía buscaba el supuesto artefacto. ¿Y los aviones en vuelo? Al alternativo más próximo. Y así, el aeropuerto de los Rodeos de Tenerife, una pista de 3.500 metros en el fondo de un valle rodeado de colinas, comenzó a recibir un tráfico para el que no estaba preparado: un Boeing 737 de la Braathenens, un 727 de Sterling, un DC-8 de SATA, otro 727 de Iberia... La plataforma se fue llenando y cuando aterrizaron los dos Jumbos, también desviados de Las Palmas, el sistema de rodadura estaba desarticulado.
La suerte está echada
Ese día la mariposa había agitado dos veces las alas. La primera, cuando el terrorista puso la bomba; la segunda, cuando el comandante del Jumbo de KLM empezó a contar las horas que le quedaban de actividad. Y no era cuestión de saltárselas: el estricto reglamento holandés sancionaba duramente a quien sobrepasaba el tiempo de trabajo. Cuestión de seguridad. Un piloto cansado rinde mal. Van Zanten no estaba cansado, pero sí nervioso. Si no llegaba pronto a Las Palmas, desembarcaba y embarcaba al pasaje y salía para Ámsterdam corría el riesgo de tener que suspender la línea.
Además, la compañía no le había explicado cuál era el tiempo límite. Tendrían que negociarlo con las autoridades aeronáuticas y ya se lo comunicarían por telex en Gando. A la prisa, la incertidumbre. Van Zanten trataba de ganar tiempo y por si se producía atasco en Las Palmas, lo que era probable tras el gran lío montado, decidió llenar a tope los depósitos en Tenerife. Por fin, poco antes de las cinco de la tarde, le dieron permiso de salida. Comenzó a rodar por la pista principal camino de la cabecera. A su cola, el Jumbo de la Pan Am, que no había podido despegar antes porque el atasco de aviones no dejaba literalmente espacio para maniobrar. Van Zanten llegó a cabecera, giró el aparato 180 grados y lo enfocó a la pista. La niebla, tan común e imprevisible en Los Rodeos, se había echado encima. Por la pista principal, el Pan Am buscaba la salida 3 para tomar la pista de rodadura y quitarse de en medio. En la torre de control se le ordena al comandante Van Zanten que espere el permiso de despegue. La caja negra nos dirá que ya había empezado a meter motores y soltado los frenos. Mientras el otro «Jumbo», invisible entre la niebla, aún está en pista, Van Zanten comienza la carrera de despegue. Su segundo escucha por la radio la conversación entre los americanos y la torre. Cree comprender que el otro avión aun sigue en la pista, frente a ellos. Pero su comandante está seguro, y así lo afirma, de que no hay obstáculo. Murió sin un grito.
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