La columna de Carla de la Lá

Pantuflas en el corazón

Hoy hablaremos del mal uso y el abuso de las pantuflas, también llamadas zapatillas de casa y otras prendas destinadas al proceso de entrar y salir de la cama.

Catherine Deneuve en 'Belle de Jour'.
Catherine Deneuve en 'Belle de Jour'.La columna de carla de la la

¿Saben una cosa? La ropa no solo influye en quien nos ve: los efectos más importantes son los que tiene sobre el sujeto que viste. Y no lo digo sólo yo, la experimentación y la psicología demuestran que el hábito, en muchos sentidos, sí hace al monje, por eso y puesto que seguimos confinados, se va haciendo necesario detenernos en un tema embarazoso: el mal uso y el abuso de las pantuflas, también llamadas zapatillas de casa y otras prendas destinadas al proceso de entrar y salir de la cama.

Como toda la gente, tengo dos o tres pares de zapatillas, a cuál más mono, lo reconozco; sin embargo, como persona absolutamente civilizada las utilizo, igual que mis batas, justo antes de dormir y en el pequeño lapso de tiempo desde que me levanto hasta que entro en el cuarto de baño para ducharme.

No recuerdo haber visto a mis padres o a mis abuelos en zapatillas más allá del desayuno, aunque en caso de enfermedad y convalecencia, están permitidas. El resto del tiempo, en la vida de los justos, no caben esas sobredimensionadas prendas.

Porque, no nos equivoquemos, las chinelas no son groseras ni las zapatillas ordinarias, lo chabacano es no saber establecer el límite entre la comodidad y la miseria espiritual.

Verán amigos, el hecho de estar en casa, no significa que debamos deambular en ropa de cama o en paños menores como si fuéramos bebés recién traídos al mundo, enfermos terminales o lunáticos desfrontalizados. ¡Eso jamás!

Vestirse adecuadamente cada día, más aún encerrados, es cortesía, respeto, generosidad y deseo de integración (aunque uno esté solo). La gente que no se “prepara” me parece fea, pero por dentro.

Mi madre, al igual que la suya, lleva toda su vida maquillada y en tacones, incluso dentro de casa, de la mañana a la noche. Mi abuelita, ahora tiene más de 100 años, en su mediana edad coleccionaba stilettos de todos los colores que mi abuelo le traía de regalo cada dos por tres y ella lucía a diario como naturales extensiones de sus piernas… Confieso que lo encuentro una exageración (yo utilizo zapatos altos solamente para ciertos eventos).

Pero, no me negarán que hoy día (siempre y cuando uno no sea japonés o ruso) se puede alcanzar la dignidad e incluso la elegancia en bailarinas, mocasines, mulés o sneakers, dentro de casa, un calzado cómodo, elegante, versátil y accesible para todo hijo de vecino.

Cuando hablamos de los efectos de la ropa que llevamos, solemos pensar en cómo afectará a los demás: qué llevar a una entrevista de trabajo o cómo resultar más favorecido. Sin embargo, como explica Karen J. Pine, autora de Mind What You Wear:

The Psychology of Fashion, prestamos poca atención a cómo la ropa influye en quién la lleva.

Con respecto al maquillaje, Winston Churchill estaría muy de acuerdo con esta columna porque durante la Segunda Guerra Mundial en el Reino Unido, donde estaba prohibida la producción de cosméticos, el Primer Ministro hizo una excepción sólo para el lápiz labial rojo. Lo llamaron el “efecto lápiz labial” porque su uso “elevaba la moral de la población” en tiempos de guerra.

No crean, queridos amigos, que este asunto de la estética en casa es baladí, en confinamiento, como en toda situación de crisis, hay que arreglarse, peinarse y afeitarse del mismo modo que hay que hacer la cama con primor, recoger y limpiar la casa y realizar todas aquellas gestiones que nos hacen vivir de manera digna y decorosa, aunque nadie nos vea.

Los trajes influyen en nuestro comportamiento, como también en nuestra autopercepción, en cómo nos vemos a nosotros mismos. Las investigadoras alemanas Bettina Hannover y Ulrich Kuhnen hallaron que cuando vestimos como para ir a una boda tendemos a describirnos con adjetivos formales (pulcro, certero, estratégico), mientras que cuando llevamos prendas informales usamos adjetivos más relajados (agradable, tolerante o incluso torpe).

El estereotipo del intelectual con gafas, por ejemplo, es tan efectivo que el mero hecho de ponernos gafas ya puede hacer que nos creamos más inteligentes, aunque obviamente seamos igual de listos (o de tontos) que antes. En 1982 los psicólogos Joan M. Kellerman y James D. Laird pusieron a varios estudiantes a completar una serie de tests. A la mitad de ellos les dieron gafas (sin graduar), ninguno las llevaba habitualmente. Aunque las lentes no influyeron en los resultados reales, los participantes con gafas se describieron como más competentes, inteligentes y cultivados que el resto.

Si te dan una bata blanca de laboratorio y te dicen que es de un médico, tu atención se verá incrementada, según un estudio de la Universidad Northwestern. ¿Significa eso que deberíamos llevar una bata blanca para trabajar? No creo. Pero en todo caso y tal y como apunta The New York Times, se trata de otro ejemplo de lo que los expertos llaman “cognición incorporada”.

Según Pine, “vestir una de nuestras prendas favoritas, llevar una prenda llamativa en lugar de apagada o ponernos nuestros zapatos preferidos, ayuda a ahuyentar la tristeza”, y _continúa_ “de estos hallazgos científicos se puede sacar la conclusión de que no sólo somos lo que vestimos, sino que además nos convertimos en lo que llevamos puesto”.

No digo más.