Rodaje

El «realismo apático» de Maria Schneider

En la casa deshabitada de la rue Jules Verne, donde Marlon Brando y Maria Schneider viven su irrefrenable pasión, se rompían tantos tabúes sexuales y morales que para poder asimilarlos la opinión pública tuvo que condensarlos en esa mantequilla improvisada en el set de rodaje.

Angie Dickinson y Michael Caine en «Vestida para matar» (1980)
Angie Dickinson y Michael Caine en «Vestida para matar» (1980)larazon

En la casa deshabitada de la rue Jules Verne, donde Marlon Brando y Maria Schneider viven su irrefrenable pasión, se rompían tantos tabúes sexuales y morales que para poder asimilarlos la opinión pública tuvo que condensarlos en esa mantequilla improvisada en el set de rodaje.

Las escenas míticas del cine se condensan en minucias que metaforizan el escándalo que causan ciertas películas. Hoy, el erótico guante de Gilda empalidecería frente a la violencia del bofetón de Glenn Ford a Rita Hayworth y su famosa frase: «Si yo fuera un rancho, me llamarían tierra de nadie». Lo mismo podría decirse de la archifamosa escena de la mantequilla en «El último tango en París» (1972), una sodomización que tuvo su réplica en la menos comentada en la que Maria Schneider se corta las uñas para penetrar a Marlon Brando. Inopinadamente, hoy el foco del escándalo se ha desplazado de la mantequilla a la violación de la actriz a causa de la polémica suscitada por las declaraciones de Bernardo Bertolucci en 2013. Internet ha sido el avivador del nuevo escándalo, pues ¿por qué hasta hoy nadie se había hecho eco de las palabras de un viejo director en silla de ruedas que comentó la escena en la Cinemathèque de París?

Durante las secuencias de la casa deshabitada de la rue Jules Verne, donde Brando y Schneider viven su irrefrenable pasión, se rompían tantos tabúes sexuales y morales que para poder asimilarlos la opinión pública tuvo que condensarlos en esa mantequilla improvisada en el set de rodaje. De esta forma, el acto irrepresentable adquiría una dimensión simbólica adecuada a la transgresión.

Entonces nadie pensó en una violación porque Maria Schneider conocía el guión y dio su consentimiento a la simulación, pues nada se ve y el cine es pura fantasía. Como tampoco se ve cuando Brando le pide a Maria Schneider que lo sodomice. La actriz declaró, años después, que «a pesar de que lo que Marlon estaba haciendo no era real, yo estaba llorando lágrimas de verdad. Me sentí humillada y, para ser sinceros, un poco violada tanto por Brando como por Bertolucci. Después de la escena Marlon no me consoló o se disculpó. Afortunadamente, sólo fue una toma». La versión de Vittorio Storaro, que estuvo presente como director de fotografía, es distinta, según ha declarado: «No pasó nada. He leído que se ejerció cierto tipo de violencia sobre ella, pero eso no es verdad. No es verdad en absoluto. Es terrible. Yo estaba allí. Estábamos haciendo una película. No lo haces de verdad. Estaba allí con dos cámaras y no pasó nada. Nadie estaba violando a nadie».

En los años 70 lo importante era metaforizar cuanto hasta entonces no se podía representar en el cine y la mantequilla no presuponía la violación, sino una ampliación de la libertad de expresión. El filme de Bertolucci era un estudiado catálogo de transgresiones sexuales bajo una capa de cine de autor. La culminación en salas comerciales de las películas que se habían realizado en los 60, mucho más «explícitas», bajo la influencia del cine «underground».

Sexo explícito

Andy Warhol, con su «realismo apático», fue el iniciador del cine de culto repleto de escenas de sexo explícito, rodadas como obras de arte. Su fama comercial le llegó tras el extremo de la trilogía de Paul Morrissey: «Flesh» (1968), «Trash» (1970) y «Heat» (1972). Filmes en los que Joe Dallesandro era el juguete erótico de neoyorquinos aburridos, y donde se compendiaba la sexualidad gay de Warhol y la escabrosidad e indiferencia con la que se trataba el sexo y el desnudo en su cine anti-Hollywood.

Bertolucci no hizo otra cosa que melodramatizar ese cine casero, empaquetarlo con la prodigiosa iluminación de Vittorio Storaro y la hipnótica música de Gato Barbieri y contar con la complicidad de una gran estrella de Hollywood como Marlon Brando, que le dio una dimensión comercial y mediática inusitada. ¿La diferencia? Que las «superestrellas» de Warhol no eran más que parodias de los mitos de Hollywood, mientras que Brando desnudo realizando escenas sexuales, aunque fueran fingidas, era un espectáculo inimaginable hasta entonces.

Eran los años en los que el Nuevo Cine Americano cambió las reglas de lo que podía o no representarse: palabras soeces, sexualidad manifiesta, consumo de drogas, travestismo, alardes gay y todo el catálogo de transgresiones que hasta entonces se habían considerado perversos actos contra natura. En estos años del gran destape, el cine se puso al día y se erotizó hasta extremos inimaginables en los atrevidos años 60, cuando se derogó el código Hays, que determinaba qué era moralmente aceptable en Hollywood.

La mayor conquista de Warhol fue convertir al macho en objeto del goce ajeno e hizo del travesti un nuevo personaje del sainete posmoderno. John Waters y Divine hicieron el resto, hasta transformar, sin traumas sociales, a John Travolta en un ama de casa ideal en «Hairspray» (2007). Pero, más que nada, inculcó en los directores-estrellas del cine de autor europeo como Bertolucci la improvisación del «cinema verité» y la provocación sexual. La sensualidad del cuerpo desnudo y la libertad sexual fueron las nuevas conquistas del hipismo contracultural. También afectó al erotismo fino, constante del cine francés desde que Roger Vadim lanzara a la fama a su mujer Brigitte Bardot con «Y Dios creó a la mujer» (1956), hasta su creación más acabada del kitsch erótico: «Barbarella» (1968).

El triunfo de «Emmanuelle» (1974) definiría, por oposición, una de las dos corrientes comerciales del erotismo blando en el cine. Una más realista, el «brutalismo» de «El último tango en París», y otra más cursi, la del «flou-flou» romántico de «Emmanuelle», «Bilitis» (1977) y otros filmes de David Hamilton. Más vigorosa pero igual de kitsch es la escena del sensual estriptis de Kin Basinger en «Nueve semanas y media» (1986). La bellísima actriz se desnuda iluminada por focos y un flou embellecedor. Erotismo romántico kitsch, sin duda, como el S/M de pacotilla de «Cincuenta sombras de Grey».

Sin embargo, «El cartero siempre llama dos veces» (1981) justifica su pertenencia al cine de autor por exacerbar la brutal escena del folleteo incontenible entre Jack Nicholson y Jessica Lange sobre la mesa de la cocina. Pasión salvaje, sexualidad enharinada y ese desasosiego incontenible de los cuerpos entregándose al orgasmo es la antítesis de la masturbación fina de «Emmanuelle» en el avión, las escenas tropicales de amor lésbico en Tailandia y el desnudo de Sylvia Kristel sentada desnuda en el sillón colonial francés de ratán que hoy lleva su nombre.

Nuevas conquistas

Lo más sorprendente de los 70 fue su capacidad para ensanchar la libertad de expresión y aumentar la transgresión de forma acelerada. Tales avances eran celebrados por el público y la cinefilia como nuevas conquistas, tal era el número de películas que cada temporada causaban un nuevo escándalo sexual. Todo en «Mujeres enamoradas» (1969), de Ken Russell, era tremendamente escandaloso, especialemente la escena homoerótica de la lucha entre Alan Bates y Oliver Reed desnudos. Tan sorprendente como la felación en un cine porno gay a Jon Voight en «Cowboy de medianoche» (1969) o el beso en la boca de Peter Finch al guapo Murray Head en «Domingo, maldito domingo» (1971). Han quedado como clásicas las escenas del niño empotrado en los inmensos pechos de la estanquera de «Amarcord» (1973); la escatología y celebración gozosa del sexo en la «Trilogía de la vida», de Pier Paolo Pasolini y la brutal violación en «La naranja mecánica» (1971). Hitos memorables del cine de autor.

Otras escenas polémicas

«El último tango en París» es tan sólo uno de los casos en los que se pone en duda que las escenas de sexo del cine sean, a veces, más que fantasía. Un ejemplo es «El cartero siempre llama dos veces» (1981) y otro, la escena magistral, de un erotismo elegante, que rodó Brian de Palma: la seducción en un taxi a Angie Dickinson en «Vestida para matar» (1980), superada en erotismo malsano por el desnudo frontal de Melanie Griffith en «Doble cuerpo» (1984), seduciendo al vecino mirón. Pero la culminación del porno de arte y ensayo fueron las escenas agónicas de sexo explícito de «El imperio de los sentidos» (1976), de Nagisa Oshima. El realismo pornográfico de la película deja en mantillas al famoso «tango», rodado cuatro años antes. Hoy el filme causaría espanto, sobre todo el estrangulamiento, muerte y castración de Sada a su amante. Eros, pasión y muerte han convertido este filme de autor en el no va más de lo sexualmente explícito de los años 70, en la frontera misma con la pornografía.