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Enrique Iglesias, el «guardaespaldas» de mamá Isabel

Su padre, Julio Iglesias, siempre dudó de su capacidad, llegando a darle la espalda. Todos confiaban más en Julio José, que no logra despuntar. El tiempo le ha dado la razón a Enrique, antes eterno acompañante de su madre y ahora reciente padre de mellizos junto a su pareja, Anna Kournikova, y con una exitosa carrera musical.

Enrique Iglesias y Anna Kournikova acaban de ser padres de su tercer hijo
Enrique Iglesias y Anna Kournikova acaban de ser padres de su tercer hijolarazon

Su padre, Julio Iglesias, siempre dudó de su capacidad, llegando a darle la espalda. Todos confiaban más en Julio José, que no logra despuntar. El tiempo le ha dado la razón a Enrique, antes eterno acompañante de su madre y ahora reciente padre de mellizos junto a su pareja, Anna Kournikova, y con una exitosa carrera musical.

Julio Iglesias nunca creyó en él y solo lo animaban mami y la «seño», tan añorada. Eran otros tiempos, cuando nadie imaginaba que llegaría a ser la estrella actual, y convertido en noticia esta semana tras mantener en secreto el embarazo de su pareja, Anna Kournikova, reciente mamá de los mellizos Nicolás y Lucy. Su padre, siempre dudando de la capacidad filial, era el primero que le cuestionó, incluso dándole la espalda. Todos confiaban más en Julio José, que, sin embargo, no ha llegado a nada tras intentarlo de todas los maneras. Lo suyo no pasa de un físico impactante unido a una simpatía arrolladora, eso ni se discute. Pero su disco quedó en fracaso y actualmente va tirando en Miami como puede. A veces «alquila» su buena facha para eventos intrascendentes que le sirven de ayudita, mientras su hermano Enrique arrolla en el mundo de la música.

Recuerdo sus primeros pasos sociales como devoto guardaespaldas materno. Ante su timidez y distanciamiento, no lo veían con más futuro que como eterno acompañante de su madre, Isabel Preysler. Y tengo grabada una cena miamera de las que antaño organizaba la Cámara Española de Comercio, unas fiestas que marcaron época. Todavía las recuerdan como algo irrepetible en la Florida. Ya no es lo que fue, lástima, porque mantenía firmemente nuestra presencia en lo más español de Estados Unidos, cuando aún no cobijaba a los cubanos, hoy plenamente adueñados de aquello. Poco más que veinteañero, hoy cumplidos los 42, Enrique era utilizado por la socialité como escudo, guardabarreras y parachoques.

A favor de Julio

Era época de enorme distanciamiento conmigo, hoy afortunadamente superado. Llegó a reconocerme que «ni recuerdo por qué reñimos». Fue tras separarse de Julio. Yo me posicioné a favor del cantante –equivocándome, como más tarde comprobé, porque el artista solo tiene de sincera la sonrisa–, cuando nadie lo quería en España tras su debut con «La vida sigue igual». No entendían su estatismo ni inexpresividad frente a los alardes gesticuladores de otros grandes de la música en España como Raphael o lo melódico con enorme voz de Nino Bravo. Tras los años siguen actualísimos sus «Te quiero vida mía» o «¡América, América! Nada digamos de Rafael Martos, que no ha dejado los escenarios, donde resiste con más de setenta años. Sigue el admirable ejemplo de otros artistas internacionales, como el nonagenario francés Charles Aznavour e incluso el del británico Tom Jones, más intermitente en sus apariciones. Pero hace cuatro años impactó en el «Starlite» marbellero, que tiene visos de resurgir cara al año próximo.

Pero, a lo que iba, esa fiesta miamera donde perseguí a Isabel Preysler cámara en mano. Fui su pesadilla, mientras ella trataba de escurrirse usando a Enrique como protección. Son muy divertidas las pocas imágenes que logré de Isabel aquella noche apoyando la melena negra en el hombro de su preferido, apenas pillada de perfil y también echándose el pelo sobre la cara. Enrique aguantó estoicamente, resignado a colaborar con su escurridiza progenitora en esa especie de jugarreta más que absurda.

Fue la noche en la que, cuando me sentaron en la misma mesa que ella, protestó pidiendo que me quitasen de su lado. Lo hicieron tras consultarme y gracias a eso fui recolocado en otra al lado de la incomparable Olga Guillot y la imponente Celia Cruz, que estaban flanqueadas por Joaquín Cortés, que esa noche bailó y entusiasmó en su debut norteamericano. No entendía nada los reparos de Isabel hacia mi insoportable presencia: «¿Pero, qué le has hecho para que tanto le molestes y te rechace?, me preguntó el bailarín.

Tuve que explicarle, entre plato y plato, cómo me posicioné al lado de Julio cuando ella lo dejó definitivamente con una escueta llamada telefónica a Buenos Aires. Lo hizo aconsejada por su entonces íntima vecina en la madrileña calle de San Francisco de Sales –un piso luego habitado por el doctor Iglesias Puga– y aún buena amiga, Carmen Martínez-Bordiú, que siempre le decía «tú eres tonta por aguantar así».

Más que del menú disfruté con la tirantez entre las grandes cubanas reinas del bolero: Olga y Celia. No se podían ver ni en pintura y solo se saludaron antes de sentarse a la mesa. Viví una de mis más regocijantes noches, comprobando su saber estar, ignorándose la una a la otra con un distanciamiento y mirar por encima del hombro, que Isabel no tuvo nunca conmigo. El protocolo de esa noche volvió a equivocarse, igual que situándome cerca de la actual pareja de Vargas Llosa. Son historias de la historia.

Luego Domingo Martorell, el ex comisario de Policía que liberó al doctor Iglesias Puga tras un secuestro de diecisiete días, fue recompensado por el cantante nombrándole su jefe de seguridad. Poco aguantó Martorell en el cargo, cuyo puesto fue retomado por Enrique para ejercer la misma responsabilidad. Tampoco duró mucho, aunque al contrario que papi no era tan asfixiante. Martorell hoy se dedica a la compra-venta de jugadores de fútbol, aparentemente mucho más manejables que el «clan Iglesias Preysler».