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Isabel Preysler: los días en que comía bocadillos con Julio Iglesias
Da lo mismo a quién tenga por compañero. Quizá Julio fue al que menos tomó en serio
Da lo mismo a quién tenga por compañero. Quizá Julio fue al que menos tomó en serio.
Es imbatible Isabel. Resiste lo que le echen, sea un Nobel o un cantante que aprovechó ser dejado por ella para crear una serie de lamentos supuestamente dolidos. Eso hizo que la socarrona Concha Piquer lo bautizase como «el muerto que canta». Todo un retrato apurado al máximo «por el amor de una mujer» a la que Julio tanto engañó.
Con ella hizo lo que repetiría con sus incondicionales, desde el leal Alfredo Fraile al mexicano Pepe Guindi, el Toncho Navas, que lo sirvió durante treinta años y fue despedido sin indemnización pese a haber cuidado los últimos años de Charo de la Cueva, que se las traía, ya no digamos su compadre Jaime Peñafiel, al que regalaba Rolex de oro, que le salían baratos por cómo lo enaltecían en «¡Hola!», y este servidor de ustedes.
Eran tiempos en que recorrió México en un autocar porque no había para más. Estoica, Isabel compartía penurias con la «troupe» y comía bocadillos. Fraile lo recuerda con nitidez en salzadora: «Isabel es una mujer única. Entregada, compartidora de lo bueno y lo malo, exquisita y muy divertida en la intimidad».
Da lo mismo a quién tenga por compañero. Quizá Julio fue al que menos tomó en serio, y siempre creímos que lo abandonó consciente de a dónde lo conduciría su ambición más que sus condiciones vocales. Acaso fue su gran equivocación, que ella transformó en triunfo. Tengo grabado su desdén cuando fuimos al primer San Remo y, comprando jerseys, ella lo despreciaba por su mal gusto: «¡Julio, por Dios, eso que has elegido es horrible!», remarcaba.
Cuando él debutó en el Olympia –entonces catedral de la música francesa, con Mireille y Halliday–, se llevó a una pandilla de amigas sólo para «ir de compras». Gastaron lo indecible y pasaron del concierto, al que llegaron al final. Julio se la montó gorda. Chocaba con una imperturbabilidad acrecentada con los años.
Ya son 65, al menos oficialmente. Sólo dejaron huella en patas de gallo, atenuadas por el tratamiento Masumeh de caviar, y en los codos. Eliminó su barbilla partida y luego la nariz achatada, que parecía una patata. Mejoró mientras resistía, porque eran tiempos en que una separada era muy mal vista. Así era la España que la obligó a desplazarse a Lisboa para no pasear en Madrid su embarazo en plena soltería.
Soportó críticas, censuras, desprecios y vejaciones, que con las décadas y su progresión social fue cobrándose, siempre distante. Si me preguntaran qué define a Isabel diría que es el magnetismo acrecentado para mantener un cierto secreto. Es la clave de su perennidad en tiempos en que duran tan poco los halos resplandecientes.
No festejó el aniversario para evitar ser perseguida por los paparazzi, que sitiaron su casa. Deja para más tarde un festejo que quizá coincida con el próximo aniversario de Vargas Llosa, al que tiene embobado. Insisto en que me ganó tras años de mucha crítica, porque tomé partido por Julio. Respiraba por su manipulada pena, siempre magníficamente aprovechada en sus canciones. «Lo mejor de mi vida has sido tú», y conmovía, pretendidamente melancólico.
La época de marbella
Lo que era animadversión a su blandura se transformó en consuelo vendedor de discos. Terminó encumbrado y así sigue, ya caricatura de sí mismo. La pérdida de facultades, que no de impacto, le obligó a suspender el pasado agosto su concierto en el Starlite. Pero prometió no faltar en su próxima edición estival, que es «lo más» de esa Marbella en que vivió sus primeros años matrimoniales con Isabel. Malvivían en un chalé tirando a barato, pero Preysler mantenía la sonrisa paciente, estoica y seductora. Nunca la perdió y es otra seña de indentidad, como su devoción por Porcelanosa. Siempre le digo a Manuel Colonques que es «el hombre que más le duró a Isabel». Y ella sonríe asintiendo. Y cobrando.
«Pronto tendré más portadas de “¡Hola!” que tú», aseguran que vaticinó a Julio cuando le dio puerta. Lo tomó a broma. Estuvo aleccionada por su amiga Carmen Martínez-Bordiú, auténtica «maitresse», además de vecina en la casa de San Francisco de Sales, donde se hicieron íntimas. «¡Tú eres tonta!», le aleccionó, propiciando la ruptura que ella luego repetiría con el duque de Cádiz, que en gloria haya. Carmen le dio el barniz y acaso la malignidad de la que carecía conservada hasta hoy sin perder glamour.
Dejó muchos muertos, y no sólo maritales, por el camino. Pero se mantiene fiel a las amigas del primer momento, como Cari Lapique y Nuria González, ahora pendientes de cómo evolucionan Goyanes y Fefé Fernández-Tapias. Margarita Bosch se fue y la dejó desconsolada y huérfana, un dolor luego repetido cuando murió su hermana Betsy. Pasa el tiempo, varían las modas, cambia de señor, pero permanece aparentemente inalterable.
Es constante en su exquisitez. Viste para impactar, aunque en los anales quedará aquel verano marbellero en que con un horroroso pijama negro y amarillo estremeció a la Marbella estival en carcajada colectiva. Sin descomponerse soportó su posible mediación cuando expropiaron Loewe a Ruiz-Mateos, superpoderoso en aquel momento. Maniobra de Boyer, que pudo facilitar las gestiones de Isabel en la bochornosa venta de la marca. Entonces vivía en Arga, inicios de sus 27 años junto al superministro, que le hizo descubrir las maravillas del Egipto faraónico. Tamarita lo adoraba «porque era genial», magnifica, nostálgica. Ana es reservada y lejana, remarcando timidez, temores y casi desprecio. No por eso deja de posar si hay exclusiva bien pagada, ahora espoleada por el tenista.
Los niños aprendieron la lección magistral, conscientes de las ganancias. Chábeli fue de las más aprovechadas, aunque ahora parece más relajada, quizá porque finalmente funciona su segundo matrimonio. El tan bien montado y sorprendente contubernio de Bofill padre e Isabel duró lo que todos suponíamos conociendo al hoy prestigioso arquitecto barcelonés. Enrique siempre se mostró remiso a dejarse notar salvo en Miami, cuando en la entrega de premios de la Cámara de Comercio Española fue usado como escudo por su madre, que quería evitarme. Al ver mi nombre en su misma mesa impuso un cambio de protocolo y gracias a tal rechazo me sentaron entre Celia Cruz y la enorme Olga Guillot. Nunca agradeceré a Isabel lo que representó en mi palmarés aquella gala donde el rebote me permitió gozar la recíproca inquina entre las cubanazas de la copla. Genio y mucha figura. Otra vez las apariencias: no es tan frágil como aparenta. Cuarenta años en el candelero así lo confirman.
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