Cine

Liza Minnelli

Liza Minnelli, tentación del precipicio

La muchacha radiante del cabaret berlinés no merece un final tan triste. Dicen que se muere. Que la luz blanca de la droga y el ámbar rugiente del whisky, que las pastillas para no soñar y los cócteles molotov de barbitúricos, opiáceos y estimulantes fluyen otra vez por sus venas. Un sistema sanguíneo por el que burbujea la sangre azul del celuloide y la música

Cabaret. En 1972 cazó el papel por el que muchas habrían matado
Cabaret. En 1972 cazó el papel por el que muchas habrían matadolarazon

La muchacha radiante del cabaret berlinés no merece un final tan triste. Dicen que se muere.

Fue la fea más guapa del cine. Es la guapa más machada y cortés del sensacionalismo que abanica las trastiendas de Hollywood. Dicen que se muere. Que la luz blanca de la droga y el ámbar rugiente del whisky, que las pastillas para no soñar y los cócteles molotov de barbitúricos, opiáceos y estimulantes fluyen otra vez por sus venas. Un sistema sanguíneo por el que, descontadas las ponzoñas, burbujea la sangre azul del celuloide y la música. Una no es hija de Judy Garland y Vicente Minnelli y tiene de padrino a Ira Gershwin, hermano de George, para salir indemne del trance. Liza echó los dientes sobre las tablas y debutó en su primera película con 3 años junto a su madre y el bailarín, cantante y actor Van Johnson, estrellas de la Metro cuando aquella constelación alumbraba más que la Vía Láctea. Antes de cumplir los veinte ya había grabado un disco con su progenitora, ya había ganado un Tony y actuado en Nueva York, Israel y Londres.

Disciplinada , aprendió los rudimentos ante el micrófono en los clubes de la época. Poco después cocinaba discos en Capitol, el sello donde Frank Sinatra entregó sus mejores obras. Y en 1972 cazó el papel por el que muchas habrían matado. Fue Sally Bowles en Cabaret. La niña de ojos de lluvia recibió entonces la adoración universal. Coleccionó premios. El Oscar. El Globo de Oro. El Bafta. El David de Donatello, etc. A partir de entonces compagina el trabajo con las discotecas. Son legendarias sus juergas junto a Andy Warhol, que no bebía pero adoraba rodearse de artistas empapados en gasolina, y Bianca Jagger, su amiga. En la Nueva York de la coca, que nieva sobre las aristocráticas cabezas de los reyes del mambo, ella fue su musa, su mascarón, su ninot.

Ahora dicen que Liza Minnelli (1946, Hollywood) ha vuelto al cuarto oscuro de las adicciones. Las cotorras del submundo periodístico le dan unos meses de vida. Los enterradores profesionales y el buitrerío ambiente escarban en el disco duro de las redacciones, a ver si encuentran el obituario que le cosieron hace décadas. Según Radar Online sus amigos han abandonado toda esperanza. «Sólo nos queda rezar», dicen. Con el parte médico que acumula los últimos años era suficiente para que las casas de apuestas del cementerio rebosaran bisbiseos, rumores, esquelas, murmuraciones y augurios chungos.

Desde 2000 la actriz ha sufrido dos operaciones en las muñecas, una neumonía doble, una encefalitis, una rotura de cadera y una operación de espalda. Como le sucediera a Johnny Cash a partir de los años ochenta, cada viaje al hospital por problemas de salud iba acompañado de prescripciones médicas, y dada la naturaleza del Hombre de Negro, cada recetario y cada fármaco desembocaba en una nueva adicción. En su desaforado apetito por la farmacopea y la botella, Liza sigue los pasos de divas como Liz Taylor: después de una traqueotomía Truman Capote le regaló champán. La idea era beberlo cuando estuviera reestablecida, pero ella procedió a quitarse las gasas de la garganta y enchufó la botella directamente en el agujero. Cosas de la coherencia kamikaze con la leyenda pantagruélica de un Hollywood voraz.

Yo a la Minnelli la entrevisté junto a otros compañeros hará unos años. Creo que planeaba regresar a Broadway. Iba a participar en un musical. Había entrenado duro. Nos había reunido en un estudio de baile e hicimos un corro con las sillas a su alrededor. Todos juntos, mito y plumillas, y a partir de ahí una conversación lujosamente divertida, entrañablemente brillante, apoteósica y feliz. Nadie como ella para que los cronistas salieran con el ego fregado. Te hacía creerte importante. Incluso sacó a bailar a alguien. Unos pasos. Un chiste. Lo importante era comprobar hasta qué punto el suyo era y es un acto pulido en aquellas apariciones adolescentes en televisión junto a Gene Kelly. Un vuelo sin motor sólo al alcance de quien estudió con los mejores. Es una mujer libre. Con la espontaneidad y la oxigenante frescura y los demonios incorporados de una diosa que viene de fábrica. Reactiva a la adoración de los sicofantes porque masticó el chupete bajo los focos. Cuyo único enemigo es la herencia dinamita de una madre que se bebía los floreros y un Hollywood que goza al contemplar a sus mejores criaturas entre los lobos. Ojalá sobreviva. La muchacha radiante del cabaret berlinés no merece un final tan triste.