Casas reales

Un espectáculo en diferido

Siete horas separan Windsor de EE UU, sin embargo, más de 100.000 estadounidenses madrugaron ayer para reunirse frente al televisor y no perderse detalle de la ceremonia

Vestidos para la ocasión, como si fuesen los propios invitados, ayer en Nueva Jersey, admiradores de Harry y Meghan no quisieron perderse detalle de lo que ocurría en Windsor
Vestidos para la ocasión, como si fuesen los propios invitados, ayer en Nueva Jersey, admiradores de Harry y Meghan no quisieron perderse detalle de lo que ocurría en Windsorlarazon

Siete horas separan Windsor de EE UU, sin embargo, más de 100.000 estadounidenses madrugaron ayer para reunirse frente al televisor y no perderse detalle de la ceremonia.

Contaba Anne Taylor Flemming, en su larga semblanza de Truman Capote para el «New York Times» de 1978, que el escritor enamoraba a sus amigas de la alta sociedad con sus consejos. «A las que sabían qué leer les decía cómo vestirse. A las que sabían cómo vestirse les decía cómo leer a Proust, y las que no podían [con Proust] les recomendaba libros sobre la realeza». Históricamente los estadounidenses han contemplado las costumbres y acervos monárquicos del Viejo Mundo entre la franca aversión y el arrobo Disney. El republicanismo funda el tuétano de un país que arranca su Constitución con el mítico «We the people», pero que nadie olvide que ayer todas las cadenas de televisión, las generalistas y las exclusivas, dedicaron horas al regio enlace.

En unas retransmisiones que duraron horas, los comentaristas recalcaban su fascinación por la magnificencia de Windsor, la antigüedad del carruaje desde el que saludaban los protagonistas y la muchedumbre reunida. ¡Más de 100.000 personas! ¡Cientos de millones delante del televisor! También comentaron el vestido de Meghan y el uniforme del príncipe Harry, y el fulgor de las joyas en la puerta de Jorge IV, y susurraron sobre los problemas de la familia de ella, y hubo tiempo para recordar a Lady Di, y también para asombrarse por la solera del enlace, anudado a siglos de tradición.

La avidez de tributos de Jorge III, el rey que aplastó a Napoleón, condujo a la pérdida de las colonias de ultramar, levantadas en el motín del té. Vacunó al país naciente de cualquier tentación regia. Uno de los padres de la Constitución, Thomas Jefferson, advertía a menudo contra la idolatría dedicada a los reyes. En carta a John Langdon explicaba que las familias de sangre real florecían estabuladas en el lujo, «mimados con una dieta alta en calorías, gratificados en todos sus apetitos sexuales, sumergidos en sensualidades, alimentando sus pasiones, obligando a que todo se incline ante ellos y desterrando cualquier cosa pueda hacerles pensar, y en unas pocas generaciones serán todo cuerpo y nada de mente». «Tal es el régimen», concluía el político, inventor y filósofo, «para criar reyes, y de esta manera ha sido durante siglos».

Muchos años más tarde, con un napoleoncito en la Casa Blanca, los estadounidenses suspiran por la buena planta, la educación y la apostura de los auténticos reyes. Pero que nadie se confunda. Su hechizo resulta similar al que siente el visitante del museo de historia natural o, incluso, al del propio antropólogo que recolectó aquellas plantas exóticas en la Amazonía y que, al concluir sus investigaciones, regresa a la rutina de las clases en Harvard, las entradas para ver a los Red Sox y la subscripción de Netflix.

Asomaba a las crónicas el recuerdo de otras paisanas adornadas por la tiara. Grace Kelly y su boda con Raniero de Mónaco, en 1956. O la atormentada peripecia de la sobrina de Cansinos Assens, Rita Hayworth. Por supuesto el racista y filonazi Eduardo VIII, casado con una nativa de Pensilvania, Wallis Simpson. Para mitigar cualquier memoria del infausto sujeto ya estaban las palabras del reverendo de Chicago, Michael Bruce Curry, que citó a Martin Luther King Jr.: «Debemos descubrir el poder redentor del amor, y cuando lo hagamos este mundo será un mundo nuevo».