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«Bonnie & Clyde», el glamur de la delincuencia

La película, un éxito en taquilla y un referente de 1967, redimía a los delincuentes y, por primera vez en el cine, los reinventaba como unos tipos con clase que luchaban contra la sociedad

Faye Dunaway y Warren Beatty, dos guapos metidos a forajidos en este «western» moderno ideado por Arthur Penn
Faye Dunaway y Warren Beatty, dos guapos metidos a forajidos en este «western» moderno ideado por Arthur Pennlarazon

La película, un éxito en taquilla y un referente de 1967, redimía a los delincuentes y, por primera vez en el cine, los reinventaba como unos tipos con clase que luchaban contra la sociedad.

Los sesenta se inventaron la delincuencia «chic». Theadora van Runke redefinió la moda ordinaria de los años treinta con los patrones estilísticos de 1967 y lo que le salió fue una pareja de forajidos muy del gusto de Coco Chanel. Con tanto glamur, Faye Dunaway y Warren Beatty más que atracadores de bancos dejaban la impresión de unos figurines del «Vogue», algo así como el catálogo de otoño de unos grandes almacenes. En sus manos, hasta el revólver destilaba un sombrío aire de tristeza, como si en vez de un arma de fuego fuera un bolso sin asas. La violencia, más que un requisito de la historia, era una necesidad argumental para que los espectadores no confundieran el filme con un anuncio de 110 minutos de las tendencias del próximo octubre. Hasta Gene Hackman, un tipo que se ha hecho famoso por heredar las faccciones más típicas del hombre corriente, parecía un portento de distinción y cortesía cuando se disponía a recoger el dinero de las cajas registradoras.

Este éxtasis del corte y confección que convirtió un atraco en un desfile de modelos logró que los gángsteres destilaran la imagen de unos tipos con clase, como si para emprender la prometedora carrera de bandido fuera tan importante manejar una ametralladora Thompson como escoger el conjunto más apropiado para asaltar la próxima sucursal bancaria. A nadie le importaba demasiado que, en la realidad, hasta los toboganes resultaran unos objetos con más percha y elegancia que los auténticos Bonnie y Clyde, unos fulanos cuyo mayor refinamiento era la polvareda que se les había adherido a la ropa durante sus apresuradas huidas.

Todo esto a Arthur Penn, el director de «El zurdo», «La jauría humana» y «La noche se mueve», le daba lo mismo. Lo suyo no fue una vuelta a ese género del blanco y negro que consagró a actores como George R. Robinson, James Cagney, un intérprete con el gesto retorcido de un púgil noqueado, y rubias platino como Jean Harlow, capaz de convertir el guiño de un ojo en una escena sexual digna de la censura por los comités de ética de la época. Con este filme, que acabó con las reticencias que pesaban sobre las escenas con un exceso de hemoglobina, respondía a la sensibilidad de aquella década marcada por los jipis y que llegó con una atmósfera un tanto subversiva y alegre. En una juventud educada por esa Biblia que era «on the road», de Jack Kerouac, y atraída por esos horizontes de grandeza que prometían las carreteras –las autopistas resultaron un sinónimo de libertad y escape hasta que George Miller llenó sus arcenes de pandillas de moteros con máscaras de hockey sobre hielo y aires punk en su mítica trilogía de «Mad Max» (la de Mel Gibson, claro)–, estos dos atracadores se erigieron en un epítome de la rebeldía, en unos inconformistas que se sublevaban contra la represión del sistema, esa palabra baúl donde caben infinitud de interpretaciones y definiciones, y sin que nunca haya quedado demasiado claro qué significa y a qué hace referencia.

«Bonnie & Clyde», un éxito en taquilla, pero con críticas desiguales, inflamó la imagen sexual de una Dunaway reducida a una estilizada silueta de huesos y catapultó aún más a Warren Beatty, ese seductor de Hollywood que contaba las amantes a puñados; un mujeriego que quedó señalado por la envidia cuando empezó a salir con Julie Christie, esa guapa que era el contrapulto exacto a su personalidad. El filme, en la línea de otras del mismo periodo, trajo una innovación inesperada que aún contagia la cinematografía actual: la transformación del delincuente en un alma romántica, en un incomprendido de la sociedad. Un aura idealista que encajaba muy bien con las aspiraciones de esos días y que convirtió a la pareja de atracadores de bancos en un referente, en algo a imitar, aunque solo fuera desde el punto de vista del vestuario.