Andalucía
Cuna fría. Pensiones calientes
En su libro «La falsa bonanza» (Ed. Península. Atalaya) el ex ministro socialista y profesor de Economía Miguel Sebastián sostiene que los años de expansión económica en España previos al estallido de la burbuja se sostenían sobre un modelo económico absolutamente frágil.
La falsa bonanza que denuncia el profesor Sebastián no podía más que desaparecer y, en su opinión, fueron dos los factores que la originaron. Dos factores aparentemente dispares pero que acabaron provocando una tormenta perfecta de deuda en el año 2008. El primer factor fue la entrada de España en el grupo de países del euro. Esto permitió una bajada considerable en los tipos de interés y facilitó el endeudamiento privado. El segundo factor fueron las decisiones económicas que parte de las grandes empresas españolas tomaron al dar por válidas las previsiones demográficas publicadas por la ONU en 1996. Unas previsiones de envejecimiento acelerado y pérdida de población total. Sebastián no cita ese informe de la ONU en su libro. Sí lo hace con otros documentos que utiliza. De hecho, no he encontrado ningún documento de la ONU publicado ese año que alertase singularmente del invierno demográfico que se cernía sobre España. Para ser exactos, las previsiones que manejaron grandes empresas españolas para tomar decisiones de inversión en el extranjero aprovechando los tipos de interés baratos y el crédito abundante, estaban disponibles en otros años y no sólo para 1996. Quizás el énfasis en fechar el inicio de la «falsa bonanza» en 1996 esté en que fue ese año en el que ganó las elecciones generales José María Aznar. Parece una fecha elegida más para la estigmatización política del periodo que para la estigmatización del modelo de crecimiento económico aunque esto sólo es una impresión del lector. La cuestión clave es que, en opinión de Miguel Sebastián, las empresas cuyo negocio no tenía un perfil exportador sino que estaba orientado al consumo interno asumieron que tenían que buscar nuevos mercados en el extranjero pues para 2050 se esperaba que la población española hubiera decrecido en 10 millones de personas y el 37% de los españoles tuvieran más de 65 años. Sebastián denuncia que en ese momento no se apostó (ni la empresas ni el Estado) por el desarrollo industrial –más abiertamente exportador y menos expuesto a la crisis demográfica–, sino por invertir fuera y facilitar la llegada de población extranjera. De hecho, entre 1998 y 2000, la población española aumentó en 1,2 millones personas como consecuencia de una inmigración que, en opinión del ex ministro, debería haber sido ordenada. Hay dos aspectos que llaman la atención en el análisis de Sebastián. El primero es que la afluencia masiva y rápida de inmigrantes que desmentía el no citado informe de la ONU, no modificó los planes de las empresas españolas que siguieron endeudándose con sus inversiones en el extranjero (principalmente bancos, comercializadoras de gas y electricidad). El segundo es que nunca hubo una sola palabra sobre la necesidad de una política de incentivo a la natalidad. El mismo silencio sobre la reivindicación de la natalidad frente a un modelo de «falsa bonanza» se extiende en las reivindicaciones actuales de los pensionistas.
Domingo Soriano, en un interesante artículo, ha señalado que en 2016 las madres nacidas en España dieron a luz a 100.000 niños menos que en 1939. En ese año la población española era de 25,5 millones de habitantes (21 menos que ahora) y soportaba, entre otros, los efectos demográficos de una guerra que siempre son particularmente duros con los hombres jóvenes. En el mismo artículo, Soriano cita a Alejandro Macarrón, experto en demografía y autor del libro «El suicidio demográfico en Occidente y medio mundo» (Ed. Createspace Independent Pub), quien se muestra convencido de que 2017 superará por abajo otro hito histórico pues habrán sido menos de 300.000 los nacimientos de madres nacidas en España. Una cifra tan baja no se daba, muy probablemente, desde el siglo XVII, en una España con siete millones de habitantes frente a los 46,6 actuales. Da la impresión de existir un pacto de silencio contra las políticas demográficas incluso cuando las pensiones de los jubilados vuelven a ocupar un espacio en la centralidad del debate social de un país cuyo sistema de pensiones es, técnicamente, un sistema de reparto que ha de sufragar las pensiones de 9 millones de jubilados con el trabajo de unos 18,5 millones de personas. Un sistema, además, en el que la pensión media que un recién jubilado comienza a cobrar en Andalucía está 11 céntimos por encima de los 826 euros mensuales mientras que el salario medio que cobrará un joven andaluz de entre 18 y 25 años será, en cambio, de 354 euros.
Es cierto que el descenso de la natalidad y el camino hacia el invierno demográfico no es un fenómeno únicamente español sino occidental ni tampoco está anudado a la crisis económica pues ya existía en la «falsa bonanza», pero sí es particularmente grave en España. Junto a Chipre, Italia, Grecia, Portugal y Polonia, España está a la cola en fertilidad, con 1,33 hijos por mujer. Las explicaciones son varias. Una de ellas sin duda es la de que los avances médicos han permitido que no haga falta tener 4 ó 5 hijos para asegurarse de que al menos 2 ó 3 sobreviven y puedan ayudar a los padres cuando estos envejezcan. La incorporación de la mujer al mercado laboral también ha influido determinantemente en esta tendencia y a ello ha contribuido el gravísimo error social de sólo reconocer como trabajo de la mujer el remunerado. Lo señaló con su habitual rigor la historiadora Elvira Roca en un acto en el Congreso. Precisamente, la persistencia en ese error y la estigmatización de la mujer que elige ser madre a una edad joven como si con ello traicionase al resto de las mujeres hace que el debate demográfico esté aprisionado bajo la losa del pensamiento único de la cuna fría y vacía, al tiempo que la sociedad ha sacado las pensiones de las políticas de Estado para devolverlas al terreno de la política de pugnas entre partidos. Una pugna caliente.
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