Sevilla

La piedra

Dos turistas observan la imponente Ayers Rock, en Australia / Tim Wimborne
Dos turistas observan la imponente Ayers Rock, en Australia / Tim Wimbornelarazon

Miguel Lasida, a quien sólo la modestia impide ser una de las referencias intelectuales de la región, se anticipaba en su aguda argumentación a la espantosa fotografía vista esta semana en la prensa: la sala del Louvre que expone La Gioconda atestada con una multitud dantesca, cabezas humanas en densa formación de hormiguero. «Prefiero leer un manual de arte que, con buenas ilustraciones, me informe sobre Da Vinci que ir hasta París para pelearme a codazos con 300 japoneses por estar cinco segundos delante de un cuadro». Otras noticias informaban de que no sólo el Everest padece en sus laderas atascos de excursionistas, sino que también Uluru, la roca sagrada de los aborígenes australianos, ha excedido con mucho la afluencia de visitantes tolerable. Bill Brayson, reputado escritor de viajes, lo intuía en su «Down Under» (1999, traducido por «En las Antípodas» en la edición española publicada por RBA en 2006). Su mirada corrosiva y su desternillante prosa presagiaban la catástrofe a medida que se acercaba a Ayers Rock al cabo de un soporífero y tórrido viaje por carretera, 2.500 kilómetros por el Outback, el desierto más hostil de la Tierra. «Para ver una piedra», se sentenciaba a sí mismo. Sin embargo: «La gracia de esa piedra es que cuando llegas allí estás harto de ella. No pasa día en Australia en que no la veas cuatro o cinco veces –en postales, carteles...– y asumes, cuando llegas a la entrada del parque y pagas la ambiciosa tarifa de 15 dólares (ahora son 25), que has recorrido un enorme trayecto para ver un objeto grande e inerte que has visto retratado en cientos de ocasiones. En consecuencia, tu estado de ánimo cuando llegas al famoso monolito es moderado, falto de expectativas e incluso pesimista. Y entonces, lo ves y te quedas atónito». Fin. El que pueda, que lo vaya a ver.