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La Razón
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Ayer me llamó por teléfono mi amigo Antonio. Como otras veces, mantuvimos una larga conversación. Él y yo nos hemos ido conociendo así, después de varios años. De hecho, aun no nos hemos visto en persona. Solo sabemos el uno del otro lo que hemos querido o necesitado contarnos. Así, a distancia, hemos disfrutado de las ventajas que ofrece la distancia: la posibilidad de mostrarse hasta donde uno quiera y la de ocultarse hasta donde uno necesite. A distancia, de visita o por teléfono, solemos ser más amables. Pero la distancia no engaña. Nos da siempre su oportunidad. Y nada necesitamos tanto como esta oportunidad.

Un antiguo monje preguntó, una vez, a su maestro: «¿Qué puedo hacer para convivir en armonía con mis hermanos? Y el maestro le respondió: «Compórtate siempre como si fueras un recién llegado a la comunidad»

La convivencia en familia o en grupo se adormece cuando pierde la claridad de la distancia. Cuando llega ese momento en que nadie sabe ya de qué hablar porque uno ya sabe lo que piensa el otro. Como si, para empezar a hablar, uno tuviera que pensárselo antes. Como si tuviera que pensar primero de qué hablar. Nada más obvio, sin embargo, que hablar es una necesidad y que aquello de lo que hablamos es solo un pretexto. La vida es eso: un pretexto, una oportunidad que se nos da.

Pero, para no perder esta oportunidad, conviene vivir siempre como un recién llegado a la existencia. "¿Qué verdad clausurada no adormece?"-se pregunta Jorge Guillén. Vivimos adormecidos cuando creemos saberlo ya todo de los demás, de la vida misma. Sucede, sin embargo, que alguien al otro lado de un teléfono y a kilómetros de distancia, nos despierta. Y es que necesitábamos despertar para hablar de nuestros sueños y de lo que nos quita el sueño.