Literatura

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Los editores que también sabían escribir novelas

La doble faceta editor/escritor es más habitual de lo que parece y cuenta con nombres de gran parangón, de William Maxwell a Gordon Lish o Nigel Nicolson

Los editores que también sabían escribir novelas
Los editores que también sabían escribir novelaslarazon

La figura del editor es a veces incomprendida. ¿Qué hacen exactamente?, se pregunta muchas veces. Aunque la verdadera pregunta sería, ¿qué no hacen?, al menos en referencia a todo lo relacionado al mundo del libro.

La figura del editor es a veces incomprendida. ¿Qué hacen exactamente?, se pregunta muchas veces. Aunque la verdadera pregunta sería, ¿qué no hacen?, al menos en referencia a todo lo relacionado al mundo del libro. Porque es exactamente así, lo hacen prácticamente todo, a veces incluso escriben sus propios libros. La figura del editor escritor es más habitual de lo que parece, tanto, que muchas veces ocurre lo de aquella pregunta ancestral, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Tanto monta, porque sin gallinas no había huevos y sin huevos no habría gallinas. Del mismo modo, sin editores no habría escritores y sin escritores no habría editores.

Este verano se estrenó la película «Genius», de Michael Grandage, en el que un espléndido Colin Firth interpretaba a Maxwell Perkins, el legendario editor que presentó al mundo a la generación perdida, con Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y Thomas Wolfe, en la película interpretado por Jude Law, a la cabeza. Su influencia fue tal que las carreras de estos tres nombres no hubiera sido la misma sin él. Con toda su editorial en contra, convirtió la primera novela de Fitzgerald, «Al este del paraíso» en un éxito. La revisó, la modeló, la ordenó y convirtió lo que era un diamante en bruto en la nueva joya de la corona de la literatura americana del siglo XX.

Lo mismo hizo con Wolfe, uno de esos escritores río que hacen de sus novelas un gigantesco espectáculo de palabras y más palabras, que él supo controlar, borrar más de un centenar de páginas y convertir manuscritos en sucio en obras maestras. Su influencia es tal que está considerado como editor/autor. Además, por ejemplo, consiguió que Ring Lardner dejase de ser visto y despreciado como un cronista humorístico y se convirtiese en referente del relato corto americano. No tuvo necesidad de escribir sus propias historias, porque mejoró en mucho las de otros con la misma pasión como si las hubiese escrito él mismo. Otros, por eso, no dudaron en escribir también sus propios libros.

El ejemplo más claro fue el de William Maxwell. Desde la mítica revista «The New Yorker» ayudó a aclarar sus ideas a nombres de la talla de Vladimir Nabokov, John Updike, J.D. Salinger, John Cheever, Mavis Gallant, Frank O’Connor, John O’Hara, Eudora Welty, e Isaac Bashevis Singer, entre otros, es decir, lo bueno y mejor de la segunda mitad del siglo XX de la literatura estadounidense. «para los escritores de ficción, Wallace era el general», decía Welty, que como buena sureña le encantaban las analogías militares. En su caso, sus novelas, de marcado carácter autobiográfico, siempre con un lado lírico a la hora de presentar el devenir de la infancia hacia la madurez, han conseguido tanta trascendencia como caulquiera de los genios a los que editó. Sólo hay que leer títulos como «Adiós, hasta mañana» o «Vinieron como golondrinas», para ver allí una sensibilidad extraordinaria para levantar la anécdota a la categoría de épica y símbolo.

Otro caso superlativo

Otro de esos superlativos casos de escritores/editores fue, y todavía es, la de Gordon Lish, padre a su vez de otro buen escritor, Atticus Lish, porque estos editores quieren tanto a los libros que no dejan de parir escritores. Lish fue la gran figura de la generación de los 70 y 80, con nombres a su cargo como Raymond Carver, Barry Hannah, Amy Hempel, Rick Bass, y Richard Ford. Su trabajo en «De qué hablamos cuando hablamos de amor», de Carver, que sin su edición se convirtió hace un lustro en «Principiantes», es un camino idóneo para ver hasta qué punto es importante la figura de un gran editor. La forma en que convirtió las páginas de Carver en el epítome de la historia minimalista, es una de las grandes historias de la edición de todos los tiempos. ¿Qué hace un editor? Quien lea «Principiantes» lo entenderá a las mil maravillas.

Pero si algo fue conocido, y odiado por muchos de sus alumnos menos talentosos, fue como profesor de escritura creativa. Aún así, lo mejor de él es su propia prosa. En «Perú» nos traslada con sencillez a la mente de un hombre derrotado que rememora su infancia, en la que con a penas seis años mató a otro niño amigo y vecino suyo en su propia casa. El libro es un hallazgo de sutileza y profundidad psicológica que conmueve y aterroriza a un tiempo.

Otra figura de la edición, que también trabajó con Nabokov, en su caso publicando «Lolita», fue el inglés Nigel Nicolson. Político, votó a favor de la prohibición de la soga y la muerte por ahorcamiento en los años 50. Antes, creó la editorial Weidenfeld & Nicolson, donde en 1959 publicaron «Lolita» a la que le siguieron libros de Saul Bellow, Rose Macauley o Mary McCarthy. En su propia editorial publicó «Retrato de un matrimonio», la historia del matrimonio entre sus padres, Vita Sackville-West y Harold Nicolson, uno de los hitos de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo XX.

Nuevos ejemplos

Los ejemplos de esta doble vertiente son, como es obvio, múltiples. En España hay uno, dos, tres y hasta una docena de casos, de Emili Rosales a Enrique Murillo, Pere Gimferrer o Enrique de Hériz. Aunque los últimos casos vienen de más lejor. La editorial Anagrama acaba de publicar dos grandes ejemplo. El primero es Jonathan Galassi, editor, entre otros, en Houghton Mifflin, Random House y Farrar, Straus & Giroux. Su primera incursión en la novela es «Musa», una sátira escrita a cuchillo sobre el mundo editorial neoyorquino. Aquel viejo consejo de «escribid lo que sepáis» es aquí una demostración de fuerza narrativa sobre un mundo que si es igual de apasionante, diabólico, asfixiante y divertido como en el libro, debería ser la profesión soñada por todos los millenials.

También de marcada inspiración autobiográfica, aunque en este caso centrada en su trepidante infancia, es la novela «La triunfante», de Teresa Cremisi. La editora debuta en la novela con una sensorial y sensual rememoración de sus años mozos en la Alejandría de los años 50. Ha sido editora en Garzanti, Gallimard y Flammarion y entre sus autores figuran Michel Houellebecq, Yasmina Reza, Catherine Millet o Christine Angot. Y escribe de fábula además.