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Madness cierra con desparpajo y furor el Vida

La icónica formación de ska inglés rejuveneció al público con su retahila de éxitos

Suggs, de Madness, en el Vida Festival
Suggs, de Madness, en el Vida Festivallarazon

La icónica formación de ska inglés rejuveneció al público con su retahila de éxitos

Empezar un concierto con los ritmos acelerados y cortantes de «One step beyond» es todo un manifiesto de que lo que va a venir a continuación va a ser una locura. Y así fue el concierto de Madness que cerró el sábado el Vida Festival de Vilanova i la Geltrú. Los ingleses no han perdido su socarronería, su desparpajo, su hervor y esa sensación de pasar por la vida como resbalando con gracia por un mundo en crisis. Puede que tengan 60 años pero al escucharles podrías estar metido en medio de un episodio de «Els joves». Los metales se te clavan como una acupuntura con tubas y el ritmo repetitivo y minimalista te convierte en marioneta a su voluntad. Música para saltar, sin duda. Cuando después de una agotadora hora revivieron «House of fun» la fanfarria se volvió felicidad. Con «Baggy trousers» la fanfarria y el carnaval eran completos. Con «Our house», único corte con registro pop más convencional, volvió a ser una fiesta ska atlética. Y para acabar, todos enamorados con «It must be love» sólo para arrancarte una sonrisa y preguntar al de al lado, «¿pero qué acaba de pasar?». Ellos son viejos, pero está claro que la vejez no forma parte de su música.

La voz y carisma de Suggs sigue enardeciendo a quien la escuche. Y la banda continúa sabiendo que para ser auténticamente inglés uno se ha de ocultar en la ironía por si acaso alguien descubre su vulnerable corazoncillo. Son tan ingleses, y son tan buenos, que hasta podrían tocar para el Papa y le harían descubrir todos los placeres terrenales. Uno echaba de menos sólo un tio vivo y una feria para jugar a ser niño y ganar el gran premio. Y de regalo, «Night boat to Cairo» atrasando el inicio de Carolina Durante. Hasta en eso triunfaron.

Un festival con duende

Todo empezó a las seis de la tarde. Entrar en el Vida Festival es hacerlo en un bosque antiguo, de pinos altos y ramas que incitan a aventuras y descubrimientos. Como la puerta de «El jardín secreto» o la madriguera de conejo de «Alicia en el país de las maravillas» nada es lo mismo cuando entras, es mejor. El ambiente, a primera hora de la tarde, es familiar, evocador, como si de un pueblo del lejano oeste se tratase donde de repente irrumpiesen estruendos de guitarra. No hay como sentarse en un montón de paja y ver un concierto de Stella Donnelly para sentirse tan desubicado como fastuoso. Hay tanto cielo alrededor que cuando uno se levanta siente toda el suelo temblar. Sí uno tuviese una bandera, la clavaría con rabia y reclamaría la tierra.

La australiana fue la primera en salir a los dos escenarios principales del Vida. Pop folk con dulzura hasta que se enfada y entonces todo se vuelve más agudo y vengativo, como la canción que le dedica a su antiguo jefe de cuando trabajaba en un bar «y servíamos una cerveza de mierda». Al acabar, ese jefe es un cerdo cabeza chinche al que aplaudir cuando alguien le da una patada. Salió sola, salió valiente y al acabar se llevó a todos con ella. Eso es lo que se llama magnetismo, mesmerismo en el siglo XIX, maximalismo en el anuncio de una bebida energética y más de lo mismo a todas las personas sin corazón que han perdido para siempre el principio de maravilla. Cuando entró toda la banda, la gente hasta se puso a bailar, pero de esa manera ondulante, de gente que se tropieza. Y ya no hacía calor, así que las miles de Bermudas que había por ahí pensaron en mancharse, comer cangrejo, crecer, algo para no pensar que una vez pudieron ser pantalones largos. No, el calor duró, pero aún así había muchas bermudas.

Antes, en el escenario «el vai-xell», que es literalmente un barco, Fino Oyonarte ofreció un recital de honestidad con un trío de cuerda, chelo, violín y guitarra, que con su onerosa voz y las viejas historias de compañerismo y amor en los años 40 transportaron a todo el mundo a otra época. La gente se sentaba en sillas de madera mientras en los árboles las hormigas correteaban confundidas porque están allí todo el año pero ahora es más bonito.

La masia d’en Cabanyes es todo un laberinto silvestre en que los escenarios no se encuentran, aparecen por arte de magia y entonces uno se detiene porque el espacio es tan intrigante que uno se perdería con gusto para siempre. seguiría y seguiría con la sensación de que al final encontraría tierra virgen, inexplorada, antesiluviana, esencial. Esto no pasa con los festivales de cemento que la única sensación que existe es que puede venir un coche de alguna parte y atropellarte riéndose y todo, el miserable. Aquí no.

El público todavía tenía en mente los conciertos del viernes de Sharon Van Etten o Superchunk, pero todavía había muchas cosas por ver. Los niños ya habían acabado sus talleres y jugaban con la tierra. «No, no, no», decía la madre, pero madre, sí, sí, sí, aquí sí que pueden. El atardecer, en un espacio como este, invita a desenterrar todos los tesoros porque seguro que es fácil encontrarlos. Y entonces empezó a llover y las ramas delgadas no servían de nada. La sorpresa fue mayúscula. “Sólo es una tormenta de verano, verdad”, rogaba una chica. Menuda forma de experimentar la naturaleza. Pero si, sólo fue un suspiro, y aún y así. A Miqui Puig le fastidió bastante. Tanto daba, lo breve, si bueno, dos veces breve. ¿Se dice así, no? Sí, se hizo muy corto. Lo que dejó fue unas luces en el cielo preciosas y un concierto abarrotado de Ferran Palau, que se quejó que la lluvia les había desafinado las guitarras, pero son grandes afinadores y no se notó. El lírico cantante, con un pop nocturno que habla de amanecer, atemperó los nervios del publico y todo volvió a la normalidad.

La noche se acercaba y las ganas de ver a los cabezas de cartel, Madness, The Charlatans crecían. El synth pop del jovencísimo Gus Dapperton sirvió para hacer más amena la espera. El Vida se ha consolidado como un festival con duende, donde la lluvia se convierte en anécdota y los mosquitos hasta pican con ternura. En realidad no, son unos hijos de... pero entonces escuchas a Soledad Vélez y hasta da igual.