Política

Houston

Madrid, la nueva Caracas

La llegada de venezolanos a la capital ha aumentado un 300% en los últimos tres años por la represión de Maduro. Cuentan con unos 18 meses de ayudas; después, deben salir adelante.

Johanna Quiñones, junto a su hija. Su familia huyó después de las amenazas que sufrió su marido, cuya empresa fue expropiada. Foto: Jesús G. Feria
Johanna Quiñones, junto a su hija. Su familia huyó después de las amenazas que sufrió su marido, cuya empresa fue expropiada. Foto: Jesús G. Ferialarazon

La llegada de venezolanos a la capital ha aumentado un 300% en los últimos tres años por la represión de Maduro. Cuentan con unos 18 meses de ayudas; después, deben salir adelante.

En Madrid se encuentra la tabla de salvación de aquellos venezolanos que huyen de las garras de la dictadura bolivariana. Ninguna otra capital española ha experimentado un crecimiento semejante en cuanto a la inmigración procedente del país caribeño. Según los últimos datos del INE, a fecha del primer semestre de 2018 llegaron a Barcelona 3.774 ciudadanos nacidos en Venezuela; a Valencia, 1.917... y a Madrid, 11.460. Teniendo en cuenta que, en el mismo periodo de 2015 fueron 2.745, la realidad es que la inmigración venezolana se ha multiplicado un 317% en tan sólo tres años. Ahora mismo, en nuestra ciudad, ninguna otra nacionalidad iguala a la venezolana en lo que a llegadas se refiere: 2.012 procedentes de Rumanía en ese mismo semestre, 1.396 de China... Y todo prevé que los números se disparen aún más. Precisamente esta semana, el conflicto en Venezuela ha estado muy presente en el Pleno del Ayuntamiento, después de que Manuela Carmena, haciendo uso de su voto de calidad, rechazara dos mociones del PP y Cs que instaban al Gobierno nacional a reconocer a Juan Guaidó como presidente interino. ¿La excusa? La postura de Ahora Madrid era más cercana a la negociación y al diálogo con el régimen de Maduro. Ayer, la alcaldesa reculó: «No tengo problema en que se reconozca a Guaidó, pero hay que resolver las dictaduras sin sangre», aseguró.

«¿Qué diálogo? ¿Y hasta cuándo? ¿Cómo puede haber políticos que piensen así? Me hierve la sangre al oírlo», afirma Yéxsika Perdomo, de 53 años. Llegó a Madrid el pasado abril y poco después se sumó su madre, de 77. La escasez de alimentos, la falta de trabajo, la persecución a todo aquel que piense distinto al régimen y, sobre todo, la inseguridad, le obligaron a hacer las maletas. «En noviembre de 2017 me atracaron por quinta vez. En aquella ocasión, fue un grupo de hombres armados que salió de una furgoneta», recuerda.

La historia de Yexsika y la de otros miles de caribeños siguen un recorrido similar una vez que aterrizan en calidad de refugiados políticos. Por razones de lengua, y también porque ya contaban aquí con familiares que habían huido, eligen Madrid como destino. Desembarcan en Barajas tras haber vendido lo poco que tenían para costearse un billete. Son interrogados por la Policía Nacional o incluso pasan una breve estancia en la comisaría del aeropuerto, debido a que, en muchos casos, su huida se produjo tan a contrarreloj que no pudieron reunir la documentación necesaria. A la espera de los resultados de análisis que descarten enfermedades contagiosas, pasan por el hostal Welcome de Vallecas. Después, son acogidos por una ONG (CEAR, Accem, etc.), que les brinda ayuda por 18 meses: 489 euros mensuales para alquilar una vivienda y alrededor de 500 más para manutención, que se pueden ampliar ligeramente dependiendo del tamaño de la familia. Mientras, aguardan las dos «tarjetas rojas» que concede Interior: la primera incluye el NIE (Número de Identidad de Extranjero); la segunda, otorga la posibilidad de trabajar.

Trabajadores vetados

Este es el caso de José Gregorio Montero, de 53 años. Lleva en Madrid desde mayo con su hija de 10 años. No eran los primeros en llegar: otros dos hijos, ingenieros, ya se encontraban aquí. Tras 17 años, José Gregorio fue despedido de la petrolera en la que trabajaba por cuestiones ideológicas. Él y otros empleados «fuimos vetados por la gente del petróleo y no conseguíamos trabajo en ningún sitio», por lo que se ganaban la vida «casi a escondidas». No sólo perdió el empleo: iba a perder una pierna. En una protesta, en octubre de 2017, «gente del Gobierno comenzó a tirar piedras y palos a los opositores. Sufrí un golpe en el pie y tenía necrosis. Me lo iban a amputar. No contaban con medicamentos». El hecho de que fuera diabético empeoraba la situación. Aquello fue definitivo para que abandonara Caracas. Los médicos españoles no sólo le salvaron la pierna, sino que está en plena fase de recuperación. Desde Madrid vive la situación «con una impotencia enorme: ver cómo nuestros hermanos sufren y no poder hacer nada. Pero arriba hay un Dios, en el que tenemos fe y confianza», dice.

César Márquez Lossada, de 52 años, vivía cerca de la Plaza Altamira de Caracas, «un icono de la democracia donde se celebran la mayoría de manifestaciones contra el Gobierno». Protestas en las que él participaba activamente y que le costaron la cárcel. El Sebin, servicio de inteligencia bolivariano, le dio una semana para irse del país. «Me sacaron una pistola, me quitaron el pasaporte y tuve que reunir 4.000 dólares para lograr uno nuevo. Es una organización de extorsión», relata. Además, se llevaron «mis tiras reactivas y los medidores de glucosa». Y es que, como José Gregorio, también es diábetico. Durante esos días, una de sus hijas –otra vivía ya en Houston– había sido perseguida por unos vehículos. El mensaje estaba claro. Previo paso por Colombia, llegó a Madrid en noviembre de 2017 «con cuatro dólares en el bolsillo», mientras que su hija hizo lo propio poco después. «Si ella iba al cine y la llevaba al centro comercial, paraban la película y le robaban. La tenías que enviar mensajes cada media hora. No podías salir después de las 18:00, no encendían las luces en la autopista y era una ciudad fantasma. Aquí vas al supermercado y hay leche, carne, fruta... Puedes elegir. Bajas a la farmacia y consigues medicamentos...», relata.

Johanna Quiñones, su marido y su hija adolescente llevan 14 meses en Madrid. Antes pasaron un año en Argentina, donde reunieron un dinero. Vendieron sus coches para costear los viajes. «Estábamos amenazados. El negocio de mi marido, de maquinaria pesada, fue expropiado por el Gobierno. Mi marido se quedó con una parte y como no quería desprenderse del resto, nos tiraron urnas con restos humanos procedentes del Cementerio Corazón de Jesús», dice Johanna. En Venezuela quedan aún su abuela, su madre y un hermano. «Mantengo contacto con ellos todo el tiempo. Sólo pensar que pueden enfermar ya es una angustia. Tenemos un Gobierno nuevo con el respaldo de muchos países. Pero sabemos que no se va a solucionar todo mañana, que todavía no puedes decir: ''Me voy''».

El futuro. Todas estas familias no piensan en otra cosa. Yexsika aspira a montar un día una peluquería. José Gregorio se está preparando para ser ayudante de cocina. César, que está haciendo un curso de camarero, espera regresar más pronto que tarde a su país. Proyectos de vidas cuya libertad se ha visto, momentáneamente, interrumpida.