Madrid
¿Debemos ir en silencio en el Metro para frenar los contagios de coronavirus?
Un estudio de CSIC recomienda ir callados y no hablar por el móvil en el suburbano para evitar contagios. La mayoría de los usuarios lo cumplen aunque no faltan las «ovejas negras»
El Metro en tiempo de coronavirus ha transmutado su fisonomía. En los andenes, donde antes solo había carteles publicitarios, abundan las recomendaciones para recorrer Madrid bajo tierra manteniendo a raya, en la medida de lo posible a la Covid-19. En el suelo hay pegatinas rojas que recuerdan la distancia de seguridad. Parecidos mensajes ilustran los vagones. Ocurre en la Línea 5 –la «verde», así se la denomina coloquialmente – como en el resto de la red.
También los hábitos de los usuarios han cambiado, aunque solo en lo imprescindible. En su «pack» para ir de un lado a otro de la ciudad han incorporado la mascarilla y los geles hidroalcohólicos, que se añaden al móvil, los cascos y, excepcionalmente, algún libro.
Su conducta es parecida. Indiferencia ante el resto de pasajeros, a no ser que se vaya acompañado, y la cabeza baja, ensimismados en lo que están viendo en los teléfonos inteligentes. Poca bulla, en definitiva. Otra cosa es cuando se juntan un grupo de amigos, aunque solo vayan de dos en dos. Se suceden las conversaciones mientras bastantes de los que viajan solos emplean el tiempo para contarle su vida a un conocido por teléfono.
A los que no dan descanso a sus cuerdas vocales en el subterráneo les ha señalado con el dedo un estudio de los investigadores del CSIC. Dicen que, tras la «abrumadora evidencia» de que la Covid transmite a través de aerosoles suspendidos en el aire, conviene mantener la boquita cerrada en el Metro para evitar contagios. «Silencio siempre», aconsejan. Supongamos que tengan razón. Si es así, ¿nuestro comportamiento es el adecuado para preservar la salud propia y la de los demás?
«Ya, lo que faltaba, ¡que se les ocurriese impedirnos hablar en el transporte público!», señala Lourdes que va con su compañera de trabajo Julia, que añade: «No hay quien les entienda». Se les intenta aclarar que es un informe que no sale de ningún despacho oficial, pero les da igual, su cabreo con los políticos hace que inmediatamente lo asocien con ellos, por lo que lo siguiente es una retahíla de reproches «porque no hay manera de que se pongan de acuerdo... ¿Y ahora quieren, que nos callemos?».
José Manuel y Paloma, hermanos, son más comprensivos, aunque con contradicciones. «La medida me parece bien. Nosotros apenas nos decimos nada. Cuantas menos posibilidades de contagio, mejor». Aparte de este dato, José Manuel reconoce que los usuarios «se están portando bien. En la medida en la que se puede se respeta la distancia. Ahora nadie se pega por un asiento como antes y si hay que girar la palanca de la puerta para salir coges un pañuelo de papel o usas el gel y ya está». Esa es la teoría, pero también reconoce que, «cuando llega nuestra parada todos esperamos a ver quién es el primero que se coloca en la puerta para abrirla; es más, mucha veces le ''achuchamos'' porque empieza a dudar y nos podemos pasar de parada porque el conductor no espera, como es normal».
Durante su trayecto, David está callado «más que nada porque estoy solo». No le molesta que algunos en el resto del vagón estén charlando por el móvil, «pero no me parece correcto a no ser que sean llamadas urgentes y no lo son».
Excitación verbal
Ejemplo práctico ante lo que dice David. Una mujer, en un estado de excitación verbal, mantiene una conversación de unos siete minutos. Se la interceptó la parada de Alonso Martínez, después llegó Chueca, Gran Vía, Callao, Ópera, La Latina... y ahí seguía ella tan contenta, eso sí con mascarilla, comentando lo que iba, y no iba a poder hacer, durante el puente de la Almudena. Aunque a veces perdía la cobertura, la recuperaba rápidamente. Se despide de su interlocutor diciendo: «Yo seguiría hablando como una loca, pero lo tengo que dejar». No fue una decisión por salvaguardar la salud propia y ajena, «es que se me va a acabar el saldo». Da igual, sigue y sigue con un tono de voz tal que el resto de pasajeros ya sabe cuál es su parada, lo que ha hecho esa mañana, la discusión que ha tenido con una amiga, lo que va a comprar en cuanto llegue a su barrio y, bla, bla, bla. Pablo sería otro de los presuntamente infractores, ya que no suelta el móvil ni a la de tres. «Las recomendaciones de ese estudio me parecen una tontería. Lo que sí es importante es cambiarse de mascarilla y colocársela bien. Veo a más de uno que la lleva por debajo de la nariz, gastada y sucia. Yo estaba hablando con mi madre para que se me haga más corto el viaje y no creo que haga daño a nadie».
Cuando se le pregunta a Cristina, lo primero que hace es soltar una carcajada. «Es ridículo». Como sanitaria comenta que lo «importante es una correcta ventilación y la mascarilla». Eso sí, reconoce «su alto coste es prohibitivo para muchas familias». Llama la atención que Cristina lleve guantes. «Solo los uso en el Metro para abrir y dejar las puertas. En cuanto salgo al andén me los quito porque pueden ser una fuente de contagio, ya que constantemente se está tocando superficies y si luego te llevas la mano a la cara con ellos puede ser peligroso».
Pese a su escepticismo con las indicaciones del CSIC, apunta que los ciudadanos, «aparte de estar desinformados, han caído en el pasotismo. Hemos aprendido muy poco del confinamiento. Cuando terminó sí que vi a gente en los vagones sin mascarillas, unos dos o tres. Es lo mismo que cuando se la quitan para hablar en un espacio reducido como es el Metro».
Eva es una joven a la que estas medidas, en el supuesto caso de que se estableciesen, le molestaría «porque sería una restricción de la libertad, no puedes obligar a los usuarios a estar callados. Puede que sea un factor para contagiarse, pero también tocar las barras, ya que otros muchos lo han hecho antes, o que no se tome en cuenta la distancia social. Aunque a veces aquí es difícil, es verdad que a la hora de salir o entrar de un vagón podríamos ser más conscientes y no apelotonarnos».
Y de repente, surgió la persona que sería la merecedora de la «medalla de oro» por batir el récord de irregularidades: una joven que, con absoluto desparpajo, y sentada cómodamente, viaja sin mascarilla y, no contenta con ello, habla con el móvil. A esta persona sí que se le puede calificar como una «bomba vírica».
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