La historia final
La Villa, la Corte y la limpieza de la ciudad (II)
Ha sido, es y será un asunto recurrente y probablemente irresoluble, por más esfuerzos municipales que se hagan
Comentaba la semana pasada cómo en julio de 1562 se había convocado a concejo abierto casi setenta personas para darles notificación de cómo Felipe II, por medio de su Consejo Real de Castilla, había dado unas ordenanzas de limpieza a Madrid, diferentes de aquellas que la Villa había propuesto al rey. El hecho en sí no era una anécdota, sino un acto más de la imposición del poder real sobre el urbano, tensión que duró, como vemos, mucho más allá de la guerra de las Comunidades (1520-1521).
Como decíamos ayer, ante semejante muchedumbre de representantes de todos los estamentos de la villa de Madrid, se leyeron en voz alta las ordenanzas reales para la limpieza de Madrid y «dijeron que las obedecían y obedecieron con el acatamiento debido» porque era provisión real de Felipe II, al que deseaban los mejores triunfos, pero «en cuanto al cumplimiento de ella dijeron que suplicaban y suplicaron» a los miembros del Consejo Real que «las manden revocar, por cuanto son muy perjudiciales y en gran daño y perjuicio de todos los vecinos y moradores de esta Villa». Las razones, interesantísimas: no eran las presentadas por la Villa (así que con este acto la ciudad mostraba los dientes al rey) y, en segundo lugar, «por otras muchas razones y causas muy bastantes y urgentes» que expondrían si se les pedían. O sea, que, fundamentalmente, Madrid decía «no» al rey porque sí.
Ni que decir tiene que el Corregidor, presidente del Ayuntamiento y nombrado por el rey, se manifestó en contra de la decisión de protestar las ordenanzas, o sea, que se manifestó en contra de la ciudad que gobernaba…, al año de estar en ella la Corte y teniendo el asunto de la limpieza de las calles como excusa. El 29 de julio de 1562 se pidió al Ayuntamiento dinero para comprar un buey nuevo, porque se había muerto uno de los que arrastraban los chirriones.
En cualquier caso, la canícula estival madrileña, que es para disfrutarla en todo su esplendor el Corregidor dijo que se aplicaban las ordenanzas del rey y que del ayuntamiento no salía nadie hasta que no se hubiera nombrado a los regidores encargados de la limpieza. Hubo jaleo. Se protestó. Se impuso la voz del Corregidor que, a fin de cuentas, era la correa de transmisión del rey. Se acabaron nombrando regidores encargados y se sancionó el presupuesto de 600 ducados de oro para limpiar la ciudad, además de lo cual, «porque en algunas calles hay terreros de tierra de obras de casas [echados por los albañiles], lo hagan limpiar a costa de los que lo han echado, de manera que quede descubierto el empedrado». Ya tenía que haber escombros y polvo para quedar enterrado el empedrado de las calles en que hubiera adoquines. Sin embargo, como la presencia de la Corte en la Villa hacía que los gastos municipales crecieran sin cesar, al final del verano de 1562 ya se hablaba de distraer una parte de aquellos 600 ducados de la limpieza para el «desempeño de la Villa», o sea, recortar gastos.
A mediados de agosto de ese 1562, un representante de los pecheros se lamentaba y al tiempo pedía que como esos 600 ducados no se estaban usando correctamente, porque la ciudad seguía sucia, que se suspendieran los libramientos para la limpieza y es más, aquel visionario proponía que «haya cuenta con las calles y plazas que se limpiaren para que no se tornen a ensuciar». O sea, que no entendía nada de nada, pero tenía voz y voto. Pero se le escuchó, porque era representante territorial de los pecheros (sea el momento de aclarar: pechero es el que no es hidalgo, ni clérigo). Así que uno de los regidores se hizo eco de sus palabras y ante el pleno municipal propuso que se nombraran regidores de nuevo para la limpieza de la ciudad, pero esta vez todo mejor articulado: «que para ello cogiesen carros y peones, y cada uno de ellos nombrase un sobrestante» y se les asignaron dietas, tres reales y medio de plata al día, y se les encargó, también de «recoger las palas y azadones y espuertas, y estar todo el día con los dichos carros, haciéndoles hacer». Por cierto, los pagos los haría el tesorero municipal, Marcos de Almonacid. Total, que los regidores tenían el mandamiento de «hacerles hacer» a los empleados. El Corregidor insistió en que el rey había ordenado otra cosa y que si la ciudad no estaba limpia era, precisamente, porque esos cinco individuos se habían escaqueado de sus obligaciones («son obligados a asistir un rato por la mañana y otro a la tarde, lo cual no han hecho, porque el señor Pedro de Herrera no ha estado en esta Villa, y después que ha venido, no ha querido asistir» a lo de la limpieza).
Reparto por cuarteles
A finales del verano de 1562 el Corregidor ordenó que, ya que se avecinaban lluvias, que se ocuparan los regidores y él mismo en coordinar la limpieza en persona, como se aceptó. Curiosamente, en septiembre se daba por limpia la ciudad y se decidía empezar a empedrar algunas calles, pero como no había artesanos cualificados, se acordaba ir a buscarlos a otros lugares, como a Alcalá, Guadalajara y Toledo (adviértase la dependencia de Madrid de las otras ciudades consolidadas). En fin: todo debió quedar más o menos al gusto de todos, del rey, de la Villa, de los villanos. Pero a Madrid seguían llegando inmigrantes, unos 2.500 al año. No es de extrañar que, ante esa situación, un «Lucas Martínez, diputado de los tratantes y contribuyentes en las rentas de esta Villa» actuando como representante de los vecinos de la plaza mayor (que no era aún la que es hoy), se quejara, «pues la dicha plaza la ensucian todos los que vienen a vender mantenimientos y de ellos pagan su alcabala, que se pague la dicha limpieza de sobras de rentas, pues es en beneficio universal de todos». O sea, que la limpieza no se puede pagar por afectados, sino por el común de los mortales. A lo largo del mes de mayo de 1565 se volvió a hablar sobre la necesidad de unas ordenanzas de limpieza (¡cuántas veces las instituciones, o las asociaciones, no paran de perder el tiempo o de descubrir mediterráneos porque no tienen un archivo como Dios manda!) y fue entonces cuando se tomó una innovadora decisión (25 de junio de 1565): «Acordaron que se repartan las calles de esta villa de Madrid por nueve cuarteles, para que tengan cargo de ellos nueve regidores y nueve porteros en la manera siguiente…», etc. Felipe II llevaba cuatro años en Madrid. Parece ser que la limpieza de las calles de la ciudad fue, ha sido, es y será recurrente y probablemente irresoluble por más esfuerzos municipales que se hagan. De poco sirven las campañas que tanto cuestan, o lo que se empeñen los ayuntamientos si van a remolque de las demandas urbanas, o si los perritos tienen a bien trazar cuencas fluviales por todas las calles.
Acaso fuera exageración lo que dejó por escrito aquel Nuncio apostólico a finales del siglo XVI (Camilo Borghese, 1594), tal vez porque sus negociaciones diplomáticas no le sirvieran para nada; tal vez le repugnaba España: “Las casas de Madrid son malas y feas y hechas casi todas de tierra, y entre otras imperfecciones no tienen aceras ni letrinas, por lo que todos hacen sus necesidades en los orinales, los cuales tiran después a la calle, cosa que produce un hedor insoportable; y ha obrado bien la Naturaleza que en aquella parte las cosas odoríferas están en abundancia, que de otro modo no se podría vivir, donde si no se usase diligencia para limpiar frecuentemente la calle no se podría andar, aunque a pesar de ello no es posible andar a pie…”
El tema da para más. Limpieza y proceso civilizatorio van de la mano. Como tantas otras cosas. “Está mandado por Su Majestad que no anden puercos por las calles” (31 de agosto de 1562).
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