Historia
El verano en el que 100 vecinos de Madrid fueron atacados por perros
La proliferación de perros callejeros sin bozal provocó decenas de incidentes por las calles de la capital
Un 16 de agosto como hoy. Pero de 1922. Es decir, hace justo hoy un siglo. El periódico El Mundo abría su edición con un titular impactante: “Perros y concejales. Otro fracaso enorme del municipio de Madrid”. Y arrancaba así la información publicada dentro de la sección “Vida madrileña”: “Pasan de veinte las personas mordidas por perros sospechosos de hidrofobia en el corto espacio de tres días”. Y es que, desde el comienzo de aquel verano, hasta cien personas había tenido que acudir hasta una de las casas de Socorro abiertas relatando un episodio similar. “La vida de los ciudadanos está pendiente en Madrid de las mandíbulas de unos perros que vagan por las calles sin bozal y sin cuidado de ninguna especie. Un par de meses llevamos en esta situación y el Municipio no se ha preocupado para nada de poner un remedio a este intolerable estado de cosas que nos coloca a la altura del más miserable aduar de Marruecos”, precisaba el artículo.
Por aquel entonces, según esta crónica, todos los dueños de perros estaban obligados a pagar un impuesto y a llevar a su perro con bozal por la calle. Cuestiones, sin embargo, que a tenor de esta información, no se cumplían: “El impuesto no se cobra o se cobra tan mal que de cien perros que vagan por las calles o ladran desde los balcones, apenas habrá un par cuyos dueños satisfagan el impuesto municipal que grava la existencia canina. Además de pagar el impuesto, el dueño de un perro está obligado a llevarle en condiciones de seguridad: bozal, cadena, etc. Esta disposición se cumple todavía peor que la primera. El lector puede comprobar por sí mismo el incumplimiento, con ir contando en las calles los perros que vea sin bozal y los que vea con él. Pues bien; en las Ordenanzas perrunas se previene que ‘ningún perro, bajo ningún pretexto, puede circular por las calles sin el correspondiente bozal”.
Se lamenta el autor de que el Ayuntamiento no sea tan exigente en esta cuestión como a la hora de cobrar los impuestos en materia urbanística o en lo que afecta a la contribución industrial y las percepciones personales: “Aquí no se perdona a nadie la cédula, ni el impuesto de inquilinato, ni los que gravan la luz, el agua, el aire (puertas y ventanas), todo lo que es indispensable para la vida. Pero en cambio se levanta la mano en lo que atañe a los impuestos suntuarios y se puede tener un perro más o menos rabioso sin pagar un cuarto”. Y concluye: “Lo de los perros es un símbolo. Podemos rabiar y estamos condenados a eso, precisamente, a rabiar eternamente, sin que nadie se cuide de atender nuestros lamentos”.
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