Historia

Madrid tuvo su “Jack el Destripador”: el crimen de la calle Fuencarral que contó Benito Pérez Galdós

La colección de crónicas enviadas por el escritor canario al diario argentino “La Prensa”, pionero en el género policíaco, son comparables al estilo de Dashiell Hammett

Acusados y víctimas en el crimen de la calle Fuencarral de Madrid
Acusados y víctimas en el crimen de la calle Fuencarral de MadridBNE

Un asesinato y un enredo político y social que, aún hoy, no parece resuelto. El crimen de la calle Fuencarral, en 1888, ha sido, sin duda, uno de los más famosos de la historia del crimen en España. No en vano, en la investigación y la “resolución” del caso cayeron todo un presidente del Tribunal Supremo y un director de prisión, además de provocar un terremoto social. El fin de acto no fue menos impactante: el caso acabó en ejecución con garrote vil.

El relato del crimen, por más sórdido que pueda parecer, no pasa de corriente, sin embargo, el proceso se convirtió en el primer gran juicio seguido masivamente a través de la prensa. Uno de los periodistas que cubrieron el juicio fue Benito Pérez Galdós, y en él intervinieron personajes importantes en la época como José Millan Astray (entonces director de la cárcel Modelo). A la ejecución de Higinia, la condenada, asistieron unos 20.000 madrileños, y Antonio Cánovas tuvo que persuadir a la Reina Regente María Cristina de que debía reprimir su impulso de ejercer su derecho de Gracia. Todo esto sucedía en Madrid el mismo año que Jack el Destripador actuaba en Whitechapel.

Un perro narcotizado, la vida del llamado “Pollo Varela”, hijo de la asesinada, unas colillas de las que nunca se descubrió al usuario, una prueba de hipnosis que no fue admitida como tal, un indulto que no se concedió y una acusada que cambió hasta cinco veces su versión hicieron del asunto merecedor de la atención de Benito Pérez Galdós.

Mención especial merece este joven Galdós, en las seis crónicas que envía entre el 19 de julio de 1888 y el 30 de mayo del año siguiente al periódico argentino “La Prensa”. Ahí va desgranando todo el proceso judicial, incluyendo sus propias intuiciones y deducciones, pues no se debe olvidar que el escritor asistió con puntualidad a las sesiones del juicio y se entrevistó personalmente con la principal acusada, tal como él mismo confiesa en la carta dirigida a su amigo Atilano Lamela el 9 de abril de 1889: «He asistido a todo el juicio oral y pienso asistir a las sesiones que faltan». También en la primera carta, la del 9 de abril, confiesa que «Con Higinia he hablado varias veces». Estamos, pues, ante una crónica en la que Galdós como un periodista de raza, indaga por su cuenta, busca respuestas al misterioso crimen y se entrevista con la propia acusada con tal de obtener la verdad.

La muerte de una mujer, Luciana, una viuda de 50 años de edad que contaba con una gran fortuna, está en el origen de todo. Luciana tenía un solo hijo, José Vázquez Varela, de 23 años, que, en el momento de la muerte, cumplía condena por el robo de una capa. Luciana contrató para su servicio a Higinia que, antes, había trabajado en casa de José Millán Astray, director de la cárcel Modelo madrileña. Luciana fue encontrada muerta en su casa, con varios navajazos en el abdomen y medio calcinada. Los vecinos, que acudieron alertados por el humo que salía del segundo piso del número 109 de la calle Fuencarral, encontraron, en la cocina, a la sirvienta, Higinia, desmayada y junto al perro de su señora, un fiero bulldog que yacía anestesiado. Higinia fue detenida e interrogada. En su primera comparecencia ante el juez aseguró que “su señora” había recibido la visita de un señor y que ella se había retirado a dormir.

Todo cambió cuando se le permitió a Millán Astray, sin que se supiera en concepto de qué y por la relación laboral que habían mantenido, romper con la incomunicación a la que había sido sometida Higinia y conversar con ella para que esta se confesara culpable del crimen con la única intención de robar.

La siguiente de sus versiones cambió totalmente el rumbo de la investigación ya que la criada aseguró que el autor del asesinato había sido el hijo de la fallecida, el Pollo Varela, que había obtenido uno de los muchos permisos que Millán Astray le concedía, de manera irregular, para salir de la cárcel.

La sociedad comenzó a dividirse. En las tertulias de café se empezaron a diferenciar los higinistas, partidarios de la criada, de los varelistas. Se interpretó, además, como el juicio al proletariado frente a la burguesía y la capacidad de influencia del dinero hasta culpabilizar a una pobre sirvienta.

El hijo de la fallecida fue absuelto, igual que Millán Astray que, no obstante, no solo acabó con su carrera al frente de la cárcel, sino también con la de Eugenio Montero Ríos, presidente del Tribunal Supremo, su protector, que también tuvo que dimitir.

A las cuatro de la madrugada del 29 de julio de 1890 fue cuando la condenada por el crimen, Higinia Balaguer fue ejecutada con garrote vil en un patíbulo instalado en el patio de la cárcel modelo de Madrid. “¡Dolores, catorce mil duros!”, fueron sus últimas palabras. Aún hoy nadie ha sabido aclarar el sentido de esta frase.