Historia
Pobres verdaderos, fingidos, laboriosidad y caridad cristiana (I)
La novedad de Vives en el pensamiento cristiano estribó en ofrecer a las autoridades civiles la responsabilidad de acabar con esa lacra social
Uno de los debates más intensos que ha habido en la cultura española desde el siglo XVI ha sido el referido al que qué hacer con los pobres.
El punto de partida, fueron textos humanísticos monográficos o parciales de Erasmo, e incluso de santo Tomás Moro, pero sobre todo fue Juan Luis Vives y su «De subventione pauperum», Brujas, 1526 (o «Tratado del socorro de los pobres, Valencia», 1781) el que formuló novedosamente una aproximación intelectual a la pobreza. Su obra estaba dedicada a los regentes de la ciudad de Brujas, en la cual –por cierto– hay levantado un busto suyo dedicado por los maestros pues sus Diálogos de la educación siguen siendo únicos. La novedad de Vives en el pensamiento cristiano estribó en ofrecer a las autoridades civiles la responsabilidad de acabar con esa lacra social. Es decir, que acabar con la pobreza podría dejar de ser un problema resoluble por la caridad conventual para pasar a ser un problema resoluble por las autoridades civiles. En otras palabras, la pobreza no era asunto solo de caridad cristiana, de la Iglesia, sino que lo era de las autoridades civiles, de los municipios. Y en aquellos años 20 del siglo XVI sortear el poder de la Iglesia, aunque fuera en el ámbito que estamos tratando era una incómoda vía de secularización para la resolución de un problema social. ¡Cuidado!
Su obra es reconfortante, sí. Y lo digo rotundamente en este avanzado siglo XXI en el que los anuncios de la televisión me recomiendan reutilizar los bienes materiales (¿a nuestra generación?). Me entretendré momentáneamente solo en las páginas finales de su Libro Primero, dedicado a la relación del individuo y la caridad, y entresacaré algunas frases soberbias para deleitarse con ellas y la reflexión que las acompañe. Así, por ejemplo, «se ha de dar a cada uno lo que le sea muy provechoso» (p. 143); o también, «no nos atribuyamos gloria alguna porque damos algo […] pues volvemos a Dios lo que es suyo [al dárselo a un pobre]» (p. 147); e incluso, «no demos cosa alguna porque lo vean los hombres, sino solo Dios» (p. 148), y finalmente, parangonando a Aristóteles, recoge su sentencia: «No me he apiadado de él [de un ser repugnante, carente de virtudes], sino de su naturaleza». El Libro Segundo versa sobre lo que han de hacer los gobernadores de la Res-publica para cuidar de los pobres. Tras hacer un alegato en la obligación que hay de cuidar de los más pobres, pues en su defecto los necesitados caerán como chinches del lado de los vicios, sin ser responsables de sus males, que lo son los Magistrados (las autoridades civiles que no se han ocupado de ellos). A estos incumbe, dice claramente Vives y me alineo con él ante la decadencia de los sistemas educativos, que «conviene que trabajen en cómo hacer buenos a los ciudadanos». Denuncia la proliferación de pobres en las ciudades y para su remedio propone «renovar aquella primera distribución del dinero [¡siempre el paradisiaco primer tiempo del mundo!]» para lo cual habría que adoptar medidas: «Minorar los tributos, dar a los pobres los campos comunes para que los cultiven, distribuir públicamente el dinero de algún sobrante…»; pero como todo eso no es más que una quimera, «debemos acudir a otros remedios más útiles y permanentes».
Y al margen de las anteriores propuestas algo platónicas, Juan Luis Vives baja al suelo de lo cotidiano de los años 20 del siglo XVI, de los inicios de la Reforma, de la gran Guerra de los Campesinos de Alemania, o de las Comunidades y las Germanías, la década de la expansión española por Indias y la primera vuelta al mundo, de la primera gran crisis de la transición del mundo medieval al renacentista. Y así ofrece salidas a las autoridades civiles: dedíquense al «recogimiento de los pobres y que se les tome el nombre»; tanto a los que estén en hospitales, en sus casas, los vagabundos sanos o enfermos sin domicilio cierto (que deberán declarar las causas por las que mendigan).
Juan Luis Vives vuelve a ser rotundo: «Que cada uno coma el pan adquirido con su sudor y trabajo», entendido todo ello como «el vestido, la casa, la leña, fuego, luz y todo lo que comprende el mantenimiento del cuerpo humano». Y otra vez: «A ningún pobre que por su edad y salud pueda trabajar, se le ha de permitir estar ocioso» porque así lo escribió San Pablo a los tesalonicenses. Y más adelante: «Se ha de tener consideración con la edad y quebranto de la salud, pero con la precaución de que no nos engañen con la ficción o pretexto del achaque o enfermedad, lo que acontece no pocas veces».
Y sigue: los mendigos sanos forasteros «remítanse a sus ciudades o poblaciones», pero ayudándoles para hacer el camino de vuelta; a los «hijos de la patria» se les preguntará «si saben algún oficio: los que ninguno saben si son de proporcionada edad han de ser instruidos en aquel al que tengan más inclinación» y si es viejo o bobo, que se le enseñe lo que se le pueda enseñar: ¡pero es la formación la que puede engrandecer la dignidad el individuo y de la comunidad!
En su reflexión apunta un catálogo de caminos hacia la pobreza, en el que subyace la responsabilidad individual en el arruinarse, por ejemplo; igualmente que para paliar la pobreza se asignarán mendigos como trabajadores en oficinas de manufacturas; cuidándose siempre de que a nadie le falte el alimento, pero tampoco el trabajar «no sea que por el ocio aprendan la desidia». Tan es así que rubrica, «ni a los ciegos se les ha de permitir o estar o andar ociosos» porque pueden estar dotados para las letras, para la música, para las imprentas, para los fuelles de los herreros e incluso podrían fabricar «cajitas, cestillas, canastillos y jaulas».
El capítulo siguiente lo dedica a «El cuidado de los niños», que en las escuelas han de aprender a leer y a escribir, sí, pero también a «formar juicio recto de las cosas». A las niñas se les deberá formar en la «castidad, persuadidas a que este es el único bien de las mujeres».
En fin: los libros de Vives no dejan indiferente a nadie. Su misoginia, tampoco. Pero lo que me interesaba resaltar hoy con este resumen de su obra pionera en el estudio de cómo resolver la pauperización es que aboga por el recogimiento de los pobres, la caridad, pero sobre todo en que el mejor remedio para sacar al ser humano de la pobreza es la instrucción, la educación, la formación. Y, por cierto, que pobres hay verdaderos, pero también fingidos.
No creo que, a día de hoy haya nadie a quien la lectura del Tratado del socorro de los pobres le deje indiferente. Por eso es un clásico.
Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de investigación en el CSIC
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