La historia final

¡Ay, qué dolor, qué dolor, qué pena!: Miguelico, 1526 (I)

Hoy voy a contar, o a empezar a contar algo que acaso no tuvo mayor importancia y que pasó en Madrid en tiempos de Carlos V

¡Ay, qué dolor, qué dolor, qué pena!: Miguelico, 1526 (I)
¡Ay, qué dolor, qué dolor, qué pena!: Miguelico, 1526 (I)BNE

El Archivo Histórico de Protocolos Notariales de Madrid es rico en contenidos. En él se custodian con esmero profesional documentos desde 1504. No se puede escribir historia social sin usar los archivos notariales como fuentes fundamentales. Por ende, poca historia se puede hacer si no se trabaja en esos archivos: ¿hay otra historia que no sea la de la sociedad? Aún más: si no se puede leer esa endiablada letra humanística cortesana y/o procesal que usaban aquellos escribanos, pocas biografías se podrán escribir con fundamento, toda vez que los testamentos, inventarios post mortem y demás, están normalmente en los archivos de los notarios, a los que en los Siglos de Oro se les llamaba escribanos del rey y del número: del rey porque servían en su nombre en las localidades de sus destinos dando las fes públicas y del número porque en esos sitios se ordenaban en función de números correlativos.

Empecé a leer paleografía, según mis recuerdos, en el Archivo de Protocolos cuando estaba en el edificio de la calle de Alberto Bosch, edificio neomudéjar interesantísimo, por cuanto se erigió precisamente para ser archivo, por lo que todo en su interior era metálico, los suelos hidráulicos y en el exterior sendos callejones lo separaban de los edificios colindantes. Por cierto, a la vuelta de la esquina vivió el gran González de Amezúa, que fue inteligentísimo. Pasó horas en el archivo y pudo escribir libros clásicos sobre las obras de Cervantes y su mundo, precisamente porque en vez de dedicarse a proponer esoterismos sin fundamento y los manidos “tal vez…”, basó todo su acervo científico en documentación desconocida e inédita de archivo.

El caso es que he mirado en carpetas viejas, de las que empecé a rellenar al poco de acabar la carrera. He visto apuntes y fotocopias de hace décadas. Ahora, con el paso del tiempo y con alguna que otra cosa aprendida sobre aquella sociedad, he sentido la agradable necesidad de contar microhistorias, que no son microcuentos, sobre las que basar aseveraciones que sirvan para sintetizar aspectos de las vidas de aquellos siglos, de aquellas gentes, pero sobre todo de los desconocidos e ignorados, que han pasado a la Historia porque un día fueron a un notario a escriturar algo, la escritura se guardó y conservó gracias a algunos archiveros, un historiador la desempolvó y un buen día le ofreció su lectura a un desconocido amigo al otro lado del bellísimo ejercicio que es escribir y leer.

Hoy voy a contar, o a empezar a contar algo que acaso no tuvo mayor importancia y que pasó en Madrid en tiempos de Carlos V. No tuvo mayor importancia para el devenir del Imperio, ni para la conquista de Méjico, desde luego, pero sí para los protagonistas de este microrrelato. ¿Me acompañas, apreciadísima lectora? Viajemos en el tiempo. Trasladémonos sigilosamente de sitio:

Madrid. 11 de octubre de 1526. El escribano de Sus Majestades (Carlos V más Juana I, más Carlos I) responde al nombre de Luis Madera y es escribano “en la su Corte y en todos sus reinos y uno de los del número de la su Villa de Madrid y su tierra”. Luis Madera se ha trasladado a la casa de un mercader vecino de Madrid (¿será descendiente de conversos este mercader?), que se llama Alonso del Prado. Su casa está junto a la Puerta de Guadalajara, en la parroquia de san Miguel de los “Otores” (según cita textual de lo escrito por el escribano).

Así que están en su casa, de Alonso del Prado. Y este mercader, da fe pública el escribano, “razonó por palabra e dijo que…” (me encanta la expresividad del español del siglo XVI; no me extraña que surgiera una Literatura modélica); y dijo que “Miguelico, su hijo y de Francisca de Mayorga, su mujer” que estaba presente, “que será de edad de cuatro años poco más o menos” (¡y era hijo de legítimo matrimonio y no sabían decir la edad!) tenía una enfermedad “que Dios Nuestro Señor le quiso dar” por la cual “es venido en estado que Francisco de Torres, cirujano” (también presente y también vecino de Madrid) “le quiere cortar parte de su natura porque así -dice- que conviene a su salud por razón que el dicho niño a causa de tener cerrado el capullo de su natura no puede orinar”