Verano de 1936
San Lucas nos cuenta cómo Jesucristo después de la ÚltimaCena se retiró al huerto de los olivos a rezar. “Y entrando en agonía oraba con más intensidad. Y le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo” (22,43-44). También el beato Florentino Asensio, antes y después de ser brutalmente castrado, se dedicó a rezar intensamente.
El beato Florentino hizo su entrada en la diócesis el lunes 16 de marzo de 1936, para evitar los desórdenes que habían anunciado los izquierdistas de Barbastro. Como escribió al nuncio apostólico: “Retrasé un día la entrada para no coincidir con la anunciada manifestación del domingo, y fue muy grata mi sorpresa cuando al llegar el lunes hallé llena de gente la Catedral, entusiasmada y edificante con su nuevo Obispo” (1). Fue una primavera cargada de sobresaltos para el nuevo obispo, en la que tuvo ocasión de demostrar su temple sobrenatural.
El sábado 18 de julio la ciudad de Barbastro estaba tomada por los izquierdistas, quienes comenzaron las detenciones el domingo 19. Ese día detuvieron al empleado de banca José María Puente, al beato Ceferino Giménez Malla –tratante de ganado- y al sacerdote don Félix Sanz. Al día siguiente detienen a los Misioneros y los llevan al colegio de los Escolapios, al salón de actos. El obispo Florentino se mantiene en el palacio episcopal, con guardias que le impiden salir. Será detenido el miércoles 22 y trasladado al colegio de los Escolapios, que se encuentra a muy pocos metros. El padre escolapio Eusebio Ferrer, de nacionalidad argentina, escribió: “Yo lo coloqué en una habitación que da al río, el cuarto del director, porque no sufriera la bulla que se armaba en la plaza”. Hay que recordar que el salón de actos donde se hallaban los claretianos daba a la plaza y que muchos de los que allí se congregaban les insultaban o pedían su muerte.
Durante los días en que estuvo preso en el colegio, el beato Florentino traslucía una gran sensación de paz, no exenta de un semblante un tanto apesadumbrado. Siguió llevando una vida devota y austera. Un colegial de los Escolapios que coincidió con él uno de esos días recuerda que les dijo: “No tengáis miedo. A vosotros no os harán nada. A nosotros nos van a matar a todos”.
El beato Florentino rezaba de continuo y lo hacía delante del Santísimo, que estaba oculto en el Gabinete de Física del colegio, recibiendo la Eucaristía clandestinamente de manos del P. Mauro Palazuelos, prior del santuario de El Pueyo. Sus devociones a la Virgen y al Sagrado Corazón las siguió viviendo con intensidad. Lo mismo que las disciplinas. Cuando salió del colegio hacia la cárcel, lo hizo con el cilicio en su muslo izquierdo.
El día 8 de agosto, los milicianos lo volvieron a citar para un nuevo interrogatorio en el Ayuntamiento. Como todo hacía sospechar un rápido desenlace, don Florentino pidió la absolución al padre Ferrer.
Ya encerrado en la cárcel, el carcelero -Andrés Soler- se da cuenta de que el obispo lleva algo en la mano. Sí, en sus dedos tenía un rosario. “Ocúltelo, no lo enseñe; me puede comprometer por no haberle cacheado al entrar y no haberle quitado eso”. El rosario es arma poderosa y don Florentino repite una y otra vez en silencio: “hágase tu voluntad”, “no nos dejes caer en la tentación”, “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Poco después, es interrogado, insultado y golpeado. Lo devuelven a su celda. Después de cenar, lo vuelven a llamar. Comienza un nuevo interrogatorio con insultos y vejaciones. Uno de ellos decide castrar al obispo. Entre las carcajadas de todos, le bajan los pantalones y le cortan los testículos que guardan como trofeo y que enseñarán por todo Barbastro. El obispo Florentino palideció de dolor, pero no dijo nada.
Lo devuelven a su celda, desangrándose. Ahí, el beato Florentino sigue en silencio, rezando. “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”. Tuvo lugar aquella noche, para el obispo de Barbastro, un particular Getsemaní, en que se identificó aún más con Cristo.
Don Javier Echevarría, prelado del Opus Dei, en su libro “Getsemaní” en el que glosa la oración del huerto tiene unas frases esclarecedoras: “Y entrando en agonía oraba con más intensidad. Jesús está acompañado por el ángel, enviado de lo Alto, que le da apoyo y consuelo; Él, postrado en tierra, dirige su oración al Padre (cfr. Jn 18,10), que ya le ha escuchado: es la segunda plegaria de la que nos habla san Mateo: Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad. El Redentor está en total obediencia y en la más completa concordia con la Voluntad del padre: no se haga mi voluntad, sino la tuya”(2).
Ésa es también la actitud que vemos en el beato Florentino, de aceptación rendida de la voluntad de Dios, y de oración en su agonía. Que esto es así nos lo demuestran además, las palabras que pronunció en la madrugada del día 9 de agosto, pocas horas más tarde de ser torturado. Cuando los sacan fuera y les atan de dos en dos, codo con codo, el beato Florentino musitó: “¡qué hermoso día para mí!”. Preguntado por qué se alegraba, respondió: “Me lleváis a la casa de mi Dios y mi Señor, me lleváis al cielo”.
Al llegar al cementerio, después de diferentes burlas y blasfemias, y de un fuerte culatazo en su lado izquierdo que le hunde varias costillas, el obispo dijo: “Por más que me hagáis, yo os he de perdonar”. Poco más tarde se arrodilla y es asesinado. Le quitan los zapatos y los pantalones, que aprovechan varios de sus asesinos. También le arrancan los dos dientes de oro que llevaba.
Cuenta su biógrafo don Manuel Iglesias que algunos de los que lo vieron o que oyeron al día siguiente la narración de su martirio supieron que: “Tardó el Sr. Obispo en morir más tiempo que los demás y murió dando la bendición y perdonando a todos”(3).
El beato Florentino intentó imitar a Cristo en su vida, en su agonía y en su muerte. Rezó por los fieles cristianos y por aquellos que les perseguían y odiaban. Por eso alcanzó la corona del martirio.