Opinión

Dos vecinos que se fueron

En los felices días de entre milenios, algún ingenioso acuñó el término «juernes» para definir esos jueves en los que se salía como si fuera víspera de fin de semana: sin límite de gasto y horario. La palabra tiene tantos autores como el tinto de verano, que no hay ciudad, pueblo o aldea de España donde no se asegure que allí se inventó el celebérrimo cóctel del vino con gaseosa, pero es verdad que aquel 29 de enero de hace dos decenios, «juernes», pipiolos y puretas –por usar la terminología de entonces– nos echamos a las calles con el furor de costumbre. La chavalería, este servidor por ejemplo, dilapidaba los magros sueldos que pagaban en un desaparecido diario local; los más mayorcitos, vecinos de la calle Cardenal Sanz y Forés, habían colocado a los chiquillos. No coincidimos esa noche, como sí lo hicimos tantas otras, porque una moza había pergeñado un plan íntimo en el extrarradio; pero sí permanece indeleble la imagen de la calle Don Remondo iluminada como una feria: «Un incendio o vete a saber», me dije al pasar con el coche a un metro del cordón policial que apenas se estaba levantando, aparqué a cien metros del escenario del doble crimen y me fui a dormir. Sería el instinto del periodista... Se han cumplido veinte años, en la madrugada del 30 de enero, del asesinato a sangre fría de un matrimonio de treintañeros con la misma relevancia en la política nacional que el aleteo de un gorrión en un huracán: fue un acto absurdo, una tragedia gratuita, una canallada sin valor estratégico concebible sólo por la mente enferma de un psicópata. Y con estos hijos de mala madre anda amigada la izquierda andaluza, que se retrata junto a Otegi y sus correligionarios con devoción de groupie. Anda y que les vayan dando pomada a todos, hombre.