Opinión

El final de una pesadilla

ETA anuncia su final reivindicándose para el nacionalismo radical y dejando un portillo abierto a reaparecer para evitar las «utilizaciones malintencionadas de sus siglas». Eso sí, para nada reconoce la decepción de su proyecto político, al que pretende dar continuidad a través de la izquierda abertzale –hoy organizada en Sortu–, como si el medio siglo de campaña terrorista fuera una mera etapa –necesaria, eso sí– en un camino que «no ha llegado a su fin». Y como cabía esperar, tampoco revela el menor arrepentimiento por los daños que ha causado, ni se conduele con sus víctimas, ni pide perdón.

Legarán ahora las voces de quienes consideren que, acabada la organización terrorista, es el momento de la generosidad para con quienes han militado en ella y están sujetos a largas condenas o se encuentran exiliados. Como si su vileza y su crueldad hubiesen sido un mero accidente dentro de un proceso que, de alguna manera, exigía su violencia. He oído muchas veces este tipo de consideraciones y hoy, cuando escribo estas líneas, las tengo muy presentes mientras evoco el asesinato de mi hermano Fernando hace exactamente diez y ocho años. No utilizaré, para oponerme a ellas, el fácil argumento de que los que fueron víctimas están muertos y sus victimarios vivos, de manera que se mantiene una asimetría clara en cuanto al sufrimiento. No es eso lo relevante. Lo que importa es que una sociedad que se pretenda pacífica y democrática –incluso decente, diría yo– no puede sustentarse sobre el reconocimiento a quienes han tratado de destruirla.

Por eso, la noticia del final de ETA no merece la menor celebración. No estamos ante el final de una guerra, sino de una pesadilla delictiva. Al gobierno y a los tribunales les corresponde ahora seguir gestionando la justicia reclamada por las víctimas; esclarecer los casi cuatro centenares de atentados que aún permanecen en la oscuridad; hacer que quienes fueron condenados por diseminar el terror cumplan sus condenas en los estrictos términos –a veces incluso benevolentes– que establecen las leyes penales y penitenciarias; poner en manos de los historiadores la construcción del relato de los acontecimientos pasados; enseñar a los jóvenes cómo pudo escribirse una página de nuestra historia tan ominosa como la de ETA; e impedir que un cáncer como el suyo pueda resurgir, como metástasis, en la sociedad española.