Opinión

Un centenario: 418

Los pequeños nacionalismos actuales que tratan de apoyarse en razones étnicas o lingüísticas nos confunden a veces con sus fantasías y nos apartan de su realidad. Hasta el siglo XIX el término nación, entre nosotros, se designaba únicamente para calificar a España. Un término que emplearon los romanos aunque sin explicar con detalle la razón de este nombre. Los emperadores del siglo III que estaban provocando una verdadera revolución hacia el autoritarismo militar comprobaron que el ecúmene que componía el amplio horizonte imperial estaba formado por una amplia serie de territorios en los que latín y griego se habían convertido en lenguas esenciales para el saber y la juridicidad y ello sin impedir las variadas hablas que sobrevivían a la conquista. Hispania es por tanto un término latino. A finales de aquella centuria, Diocleciano decidió realizar una reordenación administrativa dividiendo el Imperio en dos mitades de acuerdo con las lenguas y agrupando a las provincias en unidades de carácter superior a las cuales se denominarían «diócesis». Por primera vez encontramos ahí la definición de una nación en el sentido de comunidad. Pues bien, a punto de iniciarse el siglo IV, la nación española llegaba a ser una de esas diócesis.

Así nació España y su madre Roma despertó en ella tal afecto que durante siglos no se puso la menor duda al carácter de su latinidad. Cuando se empieza a modificar el latín en el transcurso del tiempo, a la nueva lengua con variaciones pero predominantemente castellana se la denominará «román paladino». Esa diócesis de Hispania se mantuvo tan firme en esta creencia que, cuando las invasiones germánicas cambiaron los nombres por Galia o Anglia, España e Italia mantuvieron el termino latino.

¿Cuál es la verdadera fecha del nacimiento? En los albores del siglo V las bandas germánicas consiguieron romper las fronteras y, atravesando la Galia, los vándalos, suevos y alanos penetraron y saquearon la Península. Ninguno de ellos había conseguido superar el primitivismo como sucedía con los godos, que habían elegido para sí el cristianismo arriano que parecía más fácil de acomodar. Como Roma carecía de fuerzas suficientes decidió renovar los pactos que con los visigodos concertara con anterioridad y el Cesar, encargado de las diócesis occidentales y que había nacido en España, firmó el 418 un contrato con Walia. A cambio del servicio de pacificar la Península se ofrecían a estos germanos tierras de asentamiento en las Galias. Así lo hicieron: los vándalos pasaron a África, los suevos se arrinconaron en el extremo noroccidental y los alanos fueron prácticamente absorbidos por las germanos. Se trataba de un simple contrato, pero con el tiempo, obligados por los francos a abandonar las Galias, los cronistas cambiaron las tornas. Y así se registra el acta tradicional de nacimiento: Roma había transmitido la legitimidad sobre las provincias hispanas a los visigodos. Para estos no se trataba de una conquista, sino de una transferencia. Por eso evitaron modificar su nombre. La verdad oficial fue esta: el 418 el Imperio romano había entregado Hispania a los godos y estos procedieron a gobernarla y no modificaron la situación real. Aquellas familias preeminentes asumían el poder sobre una sociedad que en su gran mayoría estaba compuesta por hispanorromanos.

Los monarcas godos cambiaron incluso sus costumbres: hablaban el latín, observaban el «ius» y hasta acomodaban su vestimenta a la moda romana. Poco a poco, sometiendo a los suevos y obligando a los bizantinos a evacuar sus guarniciones, consiguieron hacer de la monarquía toledana una coincidencia estrecha con la antigua diócesis hispana. A fin de cuentas ellos eran cristianos como lo era Roma. El año 413 resulta extraordinariamente significativo en la Historia. La simple realidad de un mero contrato se vio sustituida por una conciencia. Y así se mantendrá durante siglos La legitimidad venía de Roma. Y así podría explicarlo san Leandro, un hispanorromano consagrado arzobispo de Sevilla, cuando dialogaba con el futuro Papa, san Gregorio Magno, por los pasillos del Palacio de Blanquerna, residencia de los bizantinos.

Algo faltaba aún: a la unidad territorial debía sumarse otra mucho más importante. Desde la época de Teodosio el Grande también había nacido en España la romanidad, que se apoyaba en dos principios: el cristianismo, que completando al helenismo reconoce en el ser humano una persona y no un simple individuo, y el «ius» que hace del Estado la garantía de los derechos y libertades. Estamos ante una de las aportaciones decisivas de España a la europeidad. Conmemoremos pues ese décimo sexto centenario del nacimiento de España con cierto orgullo: es mucho lo que nos debe la cultura occidental.