Opinión

La excepción nacionalista

Después del fracaso de la declaración de independencia, en Cataluña vuelve cada vez con más fuerza la excepción nacionalista. No es sólo la agitación callejera que destruye la paz civil y amenaza a los partidos y las instituciones que mantienen viva la llama del derecho y la razón del Estado –y de paso a los políticos y funcionarios que las encarnan–, sino también la negación de las normas parlamentarias que son garantía de la democracia o de los derechos individuales de quienes disienten del nacionalismo obligatorio. Esta excepción no se basa en la legítima suspensión del derecho que corresponde a los estados excepcionales constitucionalmente reconocidos, aunque paradójicamente produce el mismo efecto: una anomia en la que las determinaciones jurídicas se ven desactivadas, una ausencia de reglas que deja inermes a los ciudadanos.

En el viejo derecho romano el «iustitium», la suspensión del derecho para preservar su propia existencia, era la respuesta del Estado a los conflictos que amenazaban la supervivencia de la República y el Senado de Roma. El estado de excepción era así la manera de responder al «tumultus», a la rebelión que desafiaba el orden establecido. Pero la excepción nacionalista tiene otra naturaleza, pues justamente se prescinde del derecho para negarlo y sustituirlo por la arbitrariedad, por los criterios «ad hoc», por el desafuero que preludia la tiranía.

Esta renovada excepción nacionalista está siendo posible, en medida nada despreciable, por la acción negligente del Gobierno. Ya ocurrió con anterioridad en Cataluña y en el País Vasco: el derecho se diluye por el expediente de no aplicarlo porque no se quiere irritar a quienes pueden ser soportes imprescindibles de la política gubernamental cuando necesita de sus votos, como ahora con el asunto de los presupuestos estatales. Es verdad que nunca se ha llegado al extremo de convertir esta forma de actuación en regla, pero ello no obsta para que, con mayor o menor intensidad, haya ciudadanos que ven mermados sus derechos por ella, como es el caso de quienes quieren hacer valer su prerrogativa de elegir la lengua española para la educación de sus hijos. En este sentido, la aplicación del artículo 155 de la Constitución está sirviendo para muy poco. Los que la promovieron creyeron –ya se ve que equivocadamente– que bastaría con el taumatúrgico efecto regenerador de unas elecciones para corregir la deriva de la excepción nacionalista. Pero es evidente que cuando se niegan las normas jurídicas hasta el extremo de destruirlas, entonces no queda más remedio que volver sobre el viejo aforismo de Maquiavelo: «Debéis saber que existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza».