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Opinión

Tristeza primaveral

Alguien descubrió que abril era el mes más cruel. A este mes de 2018 le ha costado alejarse del invierno y tal vez no pueda conseguirlo fácilmente. Pero la astenia primaveral pesa ya en el ánimo. No podemos desprendernos de la naturaleza de la que formamos parte hasta esclavizarnos. La primavera fue para los poetas –hoy casi ajenos en el mundo de las letras, ausentes de las librerías que van desapareciendo del paisaje urbano– un símbolo de la belleza. Y ésta tiene siempre rasgos de crueldad. Se manifiesta en leves aunque incómodos trastornos orgánicos y a una aceleración de deseos que habrían permanecido casi dormidos durante la monotonía invernal. Esta primavera resulta difícil de soportar porque ha llovido tal vez en demasía también sobre nuestros ánimos. El inefable presidente estadounidense decidió llamar a rebato a algunos de sus socios preferentes y la emprendió a misiles con la ya tan castigada Siria, país que nunca visité aunque admiro y no sólo por sus ruinas (ahora globales). La emigración de sus habitantes, tan atentos al comercio, en algunos países latinoamericanos fue mitificada mucho antes de las desgracias bélicas de hoy. El dolor sirio debería hacer meditar a aquellos países que la colonizaron en su día y que hoy aprovechan su desgracia para justificar errores domésticos. No es tan solo la Rusia de Putin la responsable de la tragedia de un país convertido en el espejo del horror en el siempre sacrificado Oriente Próximo. Oleadas de fugitivos acaban en nuestro cementerio mediterráneo en cuyas tibias aguas, cuando llegue el verano, se refrescarán los indiferentes europeos de la primera velocidad.

Pero esta primavera también resulta cruel para una España que se tienta sin encontrarse, algo desnortada, desgobernada y en permanente crisis de identidad, culpable de ocupar tan a menudo las portadas de los periódicos y abrir los telediarios. Las grandes cifras económicas responden, pero la crisis social perdura agobiante. No parece lógico que los centros neurálgicos de la nación, Madrid y Barcelona, se publiciten en una cadena de despropósitos. Los tiempos políticos parecen hasta adaptarse a esa cambiante primavera que nos lleva del agobio de la escasez de lluvia a los desbordamientos fluviales, del frío que parecía no tener fin al casi verano, asesinando una brevísima primavera casi en extinción por culpa del cambio climático. Se suceden los rituales, la Semana Santa y no tan santa, la Feria de Abril y cuanto sirve para aprovechar el abigarrado folklore, al que se añade la fiesta, tan catalana como moderna, del libro y la rosa, acertado e inocente combinación comercial. Como bien le advirtió Unamuno a Maragall a los catalanes nos pierde la estética. En la festividad de Sant Jordi se especula ya con la demanda de rosas amarillas, símbolo no sólo de la narrativa de García Márquez –las recibía en casa en su nombre al escribir sobre algún nuevo libro, supongo que a través de Carmen Balcells, en tiempos de pecadoras nostalgias– sino que este color, entendido habitualmente como portador de mala fortuna, invade ahora la vida pública y secreta de los catalanes. No es sólo el lacito que denuncia el error judicial de políticos independentistas encarcelados, sino que aparece en variadas manifestaciones. El amarillo de la retama (también ginesta) que está floreciendo a su libre albedrío ha pasado de los campos a las poblaciones de Cataluña, como el signo de la protesta, la que le costó al héroe Josep Guardiola, regañina y multa en las tierras libres de la Gran Bretaña, colaboradora principal del desmadre y venganza de Trump contra su predecesor Barack Obama.

Se extienden las crueldades primaverales cuando florecen no sólo rosales y almendros, sino los cerezos en el valle del Jerte, espectáculo de una naturaleza domeñada por el hombre: belleza cruel, como diría otro poeta, que coincide con la natural explosión sanguínea. Evocaremos en pocas semanas aquel mayo del 68 parisino –hoy historia sepultada por otros movimientos juveniles posteriores, como el 15M– en el que tantos de los que más tarde se significarían en política declararon su incógnita participación. Hizo tambalear ligeramente principios que se entendían como fundamentales. Sí, fue tiempo de «la imaginación al poder», fascinación de otras generaciones que ya han sido relevadas renovando sus eslóganes hasta desembocar en nuevos partidos que se nos antojan viejos. Hemos despertado de las utopías del siglo XIX, ya no del XX, reivindicando nacionalismos emergentes y sociedades del bienestar que estamos perdiendo ante un capitalismo decimonónico esencial, rampante e inmisericorde. Parte de nuestros coetáneos descienden a nuestro lado por el tobogán de la pobreza. Constituye otra zona oscura más de esta primavera feroz que se expande como una explosión de luz invitándonos a la alegría.

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