Cargando...

El ambigú

Deterioro institucional

Quien sacrifica instituciones por poder no merece gobernar

Vivimos en una España donde los trenes no llegan, pero las teorías del sabotaje sí. Donde se apaga la luz y, sin tiempo para una mínima investigación técnica, se señala a las eléctricas con dedo acusador. Donde no se asumen responsabilidades, pero se monopoliza el relato. Y donde los problemas estructurales –como por ejemplo el de la vivienda– se cronifican tras siete años de un Gobierno que, lejos de solucionarlos, ha preferido culpar al pasado o a enemigos difusos. «Cuando el sabio señala la luna, el necio mira el dedo», decía Confucio. Y en esta España del siglo XXI, la política parece haberse convertido en el arte de señalar culpables para no tener que rendir cuentas. El Estado de Derecho, que exige responsabilidad y transparencia, se ve socavado por discursos que cuestionan la legitimidad y el valor de las investigaciones judiciales; por ejemplo, pareciera que en los delitos de corrupción sólo fueran válidas si hay dinero en una cuenta o una maleta en una comisaría. Se olvida que la corrupción, como el delito de traición, no necesita un botín visible para serlo; basta con el quebranto del interés general, el uso partidista de las instituciones o el desvío de recursos y poder en beneficio propio. Se dice que vivimos en una democracia plena, y sin embargo cada vez más los socios del Gobierno cuestionan abiertamente nuestro sistema constitucional. No buscan su reforma por los cauces que establece la ley, sino que lo erosionan desde dentro, como termitas disfrazadas de aliados. No tienen un proyecto de país, sino un proyecto de supervivencia. Su pacto no es de gobierno, sino de resistencia: explotar a un ejecutivo débil para imponer una agenda particularista; no hay acuerdos, tan solo cesión a los chantajes. Mientras tanto, la política del «y tú más» y de la teoría del espejo –«acúsales de lo que tú haces, grita antes de que te acusen»– se ha instalado como estrategia principal de defensa. Y así se anestesia el debate público, se polariza la ciudadanía y se siembra desconfianza en la justicia, en los medios y en las instituciones. Mientras tanto, los problemas reales de los ciudadanos no encuentran atención: por ejemplo la vivienda, uno de los derechos sociales más esenciales y una de las mayores angustias de los ciudadanos, ha sido abandonada en manos de eslóganes y excusas; se legisla más para condicionar al propietario que para facilitar el acceso de los jóvenes o para dinamizar la oferta. La consecuencia es un mercado tenso, caro e ineficiente. Siete años después, seguimos esperando una política de vivienda seria y eficaz. Como decía Cicerón: «El bienestar del pueblo es la ley suprema». Hoy, ese bienestar se supedita a los equilibrios parlamentarios, al mantenimiento de mayorías frágiles y a la cesión constante ante quienes no creen en el país al que exigen reformas. Quien sacrifica instituciones por poder no merece gobernar. España necesita una política que no tenga miedo a la verdad ni a las consecuencias de asumir errores, que los que ocupan las más altas responsabilidades dejen de esconderse tras la niebla del relato y enfrenten con honestidad la realidad de un país que se resquebraja no por falta de recursos, sino por exceso de impudencia. El último capítulo trágico es la reforma de nuestra justicia cuestionada no solo por jueces y fiscales, sino por una amplia mayoría de operadores jurídicos, y la pregunta es: ¿qué persigue esta reforma? ¿es una reforma dirigida a mejorar la administración de justicia en España? No, es una reforma dirigida a descontrolar un poder judicial y a un intento de ideologizar su actuación, algo que aunque no se consiga generará un gran estrés institucional. Tiene sentido todo esto, ¡ninguno!