Opinión

¿Dónde está el límite de las cosas?

Siempre que se pone el debate de la eutanasia sobre la mesa emergen mis dudas y contradicciones. ¿Dónde está la línea que separa el bien del mal, el límite de las cosas que deberían de ser y las que no tendrían que darse nunca? Más allá de las creencias, que determinan en gran medida las actuaciones de cada cual, está claro que legislar para la generalidad sobre asuntos relacionados con la vida y la muerte es muy complicado, porque cada vida y cada muerte son particulares.

Recuerdo que hace muchos años leí un libro, cuyo título he olvidado, donde se contaba que muchos padres judíos se vieron obligados a matar a sus hijos con sus propias manos, bajo la amenaza de los soldados del Tercer Reich de infringirles las más pavorosas torturas hasta asesinarlos, si no lo hacían ellos. Fue una forma de eutanasia. Supongo. Mucho más terrible para quien la practicaba que para quien moría. Imagino lo que debieron sufrir aquellos padres. Y sé que yo, como ellos, tampoco habría vacilado.

No me atrevería a decidir sobre la vida de nadie, pero tampoco sobre su muerte. ¿Acaso sería yo capaz de resistir la vida, si me quedara tetrapléjica y ciega como aquel músico italiano que tras reclamar que se permitiera la eutanasia en su país optó por el suicidio asistido en Suiza? Sé que hay personas con paz interior más que de sobra para hallar la felicidad en la hecatombe pero ¿y si no se tiene esa paz? ¿y si la vida se vuelve un infierno sin esperanza? ¿Sería capaz de soportarlo yo? Más aún, ¿lo aceptaría para quienes amo, sin salir a la calle para reclamar la eutanasia?