Opinión

¿Ciento qué?

A nadie se le oculta ya que el empleo del artículo 155 de la Constitución para resolver la ruptura de Cataluña con España ha sido un fracaso. El acuerdo tomado por el Senado de una manera tardía y condicionada, principalmente, al apoyo de Ciudadanos y el PSOE, que exigieron que la operación sirviera sólo para convocar elecciones, no ha conducido al apaciguamiento de las tensiones independentistas sino a todo lo contrario. Con la investidura de Quim Torra –precedida del pandemónium oficiado por Puigdemont para su mayor gloria– el nacionalismo ha obtenido una victoria rotunda cuyas consecuencias apenas son hoy previsibles, pero que en todo caso han robustecido su camino hacia la independencia.

Que las elecciones no han dado el resultado apetecido por sus promotores es de una evidencia aplastante por más que algunos de ellos, sobre todo Ciudadanos, pugnen por una huida hacia adelante para esconder su garrafal error político y hacerle pagar al gobierno de Rajoy todos los platos rotos. Algunos lo advertimos tempranamente, pero no es el momento de hacer leña del árbol caído, sino de reflexionar acerca de las causas de tanto desaguisado. Porque el yerro nace, en mi opinión, del empleo mismo del artículo de marras para tratar de encauzar la crisis. Su enunciado alude claramente al incumplimiento de las leyes o a las actuaciones contrarias al interés general por parte de las autoridades autonómicas, pero no parece destinado a la suspensión de la autonomía, como así ha sido en efecto, pues aunque se ha intervenido el Govern no ha ocurrido lo mismo con el Parlament.

Lo que la Constitución y la Ley Orgánica correspondiente prevén para las situaciones en las que se produce una insurrección contra la soberanía de España o su integridad territorial –y este es el caso– es la declaración del estado de sitio. Es verdad que ello se subordina a que esas situaciones no puedan resolverse por otros procedimientos; o sea, lo que ha ocurrido en los últimos seis meses y medio. Sin embargo, el estado de sitio implica transferir a la autoridad militar una parte de las facultades que, en situación de normalidad, ejerce el poder civil. Ello es tremendo, pues supone acotar la supremacía de este último, aunque sea de manera temporal. Pero también es cierto que los estados excepcionales, ya desde la vieja república romana, han tenido la finalidad de preservar el régimen constitucional: la ley se suspende para asegurar la ley. Todo esto tiene un número: 116. Volvamos entonces al honorable Torra y a su programa. Si no se aparta de él, ya no valdrá extender lo que se ha malogrado y la pregunta inevitable será ¿ciento qué?