Opinión
Por la puerta falsa
Pedro Sánchez se arriesga a entrar en el poder por la puerta falsa, con malas compañías y en el peor momento de su partido y de España. Dice que presenta la moción de censura para «recuperar la normalidad política e institucional» y para «regenerar la vida democrática» tras la sentencia del «caso Gürtel», que deja a Rajoy y al Partido Popular al pie de los caballos. La moción de censura es, pues, una exhibición, no disimulada, de superioridad moral: de él y de su partido. Ya le han mostrado su apoyo entusiasta en tan valerosa decisión regeneradora los partidarios de Puigdemont y Torra, pertenecientes, como se sabe, al ejemplar clan de los Pujol, los de los ERES de Andalucía, los partidarios del rapero Valtonyc y los del chalé de La Navata. Esta vez Sánchez no ha titubeado y no ha esperado siquiera a la reunión de la directiva. Va sobre seguro. Sigue la línea directriz del periódico de cabecera, que acostumbra a denunciar la corrupción de la derecha sin matices con gran aparato tipográfico y contundencia patriótica. Es como si los dos jueces de la sentencia –al discrepante, mejor olvidarlo– hubieran seguido al pie de la letra sus editoriales. Se mire como se mire, la sentencia es un golpe bajo al PP. No faltarán los que la consideren la demostración definitiva de la «judicialización» de la vida política.
Dice el dirigente socialista que la moción, como quiere Albert Rivera, tiene carácter instrumental. Sólo lo hace para convocar elecciones y que el pueblo decida; pero no señala plazo a su estancia temporal en la Moncloa, que es su gran aspiración desde hace años, como se sabe. Esta jugada «regeneradora y valiente» puede que no sea del todo desinteresada. Por lo pronto, mete en un compromiso a Ciudadanos, que iba como un tiro en las encuestas, todo lo contrario que el PSOE, lo que da pie a pensar que estamos, bajo la honorable capa de la exigencia moral y la defensa heroica del orden constitucional, ante un vulgar episodio partidista de lucha por el poder. Por lo demás, la moción censura ocurre en el peor momento. Pone a prueba el normal funcionamiento constitucional –creíamos que Mariano Rajoy era el político de la normalidad– y, sobre todo, la capacidad de resistencia del sistema cuando más falta hacía la cohesión política, con la crisis catalana incandescente, y un cierto sosiego. Si es a destiempo, no se suele tener razón.
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