Opinión
Ciencia y espíritu
El progreso científico que se halla constantemente amenazado por el predominio excesivo de la técnica que trata de reducirlo al simple papel de un instrumento es, sin embargo, la dimensión más positiva que se registra ahora que las ideologías han entrado en su ocaso y se prestan a ponerse a las órdenes de los variados populismos. El siglo XX impulsado por guerras que alcanzaron niveles nunca esperados desempeñó un papel muy importante en ese predominio de la tecnocracia que está a punto de invertir los valores de una de las más importantes creaciones europeas que comenzó llamándose Estudio General aunque nosotros preferimos el término Universidad, que se refiere al modo de vida y de conducta de la comunidad que maestros, colaboradores y discípulos constituían. Se partía en el siglo XII de una referencia que se encuentra en el Antiguo Testamento: sabiduría es uno de los equivalentes en el desarrollo de la persona humana.
En este desarrollo señalaban los autores de los Eclesiásticos y del Libro de la Sabiduría la existencia de siete caminos. Esto es lo que mucho tiempo antes Casiodoro y san Isidoro de Sevilla identificaran como las Siete Artes Liberales. Pues bien, la norma que rige a la fórmula europea de la Universidad que España ya en el siglo XVI llevara a América, esta formula típicamente europea comporta una condición de la que ahora parece nos empeñamos en prescindir. Todo alumno tendría que comenzar sus estudios precisamente con esas siete Artes ya que mediante ellas la persona se conforma para el acceso y desempeño de la ciencia. Con el tiempo el titulo que a quienes cumplían este grado se les otorgaba (baccalarius) ha dado origen al bachillerato. Una de las aspiraciones del liberalismo al alcanzar la madurez política iba a ser poner al alcance de todos los ciudadanos este nivel. Hoy decimos bachillerato, pero hemos reducido peligrosamente en sus dimensiones. El primer nivel de la educación debe consistir en esta entrega de instrumentos para el desarrollo de la persona.
Sobre las bases iniciales de esta sabiduría se podía apoyar el proceso que llevaba a la ciencia. He ahí una de las dimensiones fundamentales de la europeidad que nos explica especialmente que esta cultura que ahora preferimos llamar occidental llegara a hacerse dueña del mundo. Desde la Ilustración del siglo XVIII no cabe la menor duda: en ella radicaba «el espíritu de las naciones». No hemos de olvidar tampoco dos aportaciones específicamente españolas: los colegios y el derecho de gentes formulado por la Escuela de Salamanca. Colegio significa que antes incluso de transmitir ese conjunto de conocimientos que pertenecen a la sabiduría es imprescindible hacer del alumno una persona completa. Algo que estamos olvidando. Colegio sería La Sorbona de París y también los que dieran su gran valor a Oxford y Cambridge y los que desde finales del siglo XIV provocaron la gran revolución de la Escuela de Salamanca.
Me ha parecido necesario remontarse en el tiempo para poder afrontar uno de los problemas más importantes de nuestros días: el giro que experimentan las Universidades al convertirse en meras iniciativas hacia la concesión de títulos profesionales. Esos nuevos centros que las empresas procuran introducir dando a los nuevos especialistas garantías de profesionalidad producen acaso sin comprenderlo con detalle que de las resquebrajaduras que se introducen depende la formación completa de la ciudadanía. Un título puramente profesional implica una tentación de proveerse del documento que lo otorga sin que haya necesidad de establecer y garantizar sus relaciones con la persona. Y a fin de cuentas esto es lo que importa. En el siglo XVIII ya se produjo un fenómeno de quebradura en relación con los antecedentes: se multiplicaron las universidades mediante iniciativas venidas de fuera y al final se descubrió que se estaba produciendo en ellas un cambio decisivo que invertía las razones iniciales. De hecho, al llegar el gran cambio en torno a 1800, las viejas Universidades tuvieron que ser cerradas. Vinieron después liberalismo y programas de reforma y pudieron renacer como parte sustantiva de la sociedad.
Sin las Universidades no hubiera sido posible alcanzar el desarrollo que se registra en los siglos XIX y XX. Es cierto que tampoco deben olvidarse los defectos ya que ciencia y técnica están muy íntimamente asociadas y el crecimiento de las guerras permitía como el capitalismo pasar el protagonismo a la segunda. Afortunadamente, las naciones europeas supieron mantener los valores intelectuales llegando, merced a las Universidades, a ese descubrimiento que entre nosotros Ortega y Gasset –que tuvo oportunidad de conocer ejemplos muy diversos– llamaba progreso. Un término utilizado mas tarde por pensadores alemanes y de modo especial por el Papa polaco Wojtila. Tenemos que evitar que se entienda por progreso únicamente el aumento de los resortes materiales y en definitiva del dinero convertido a su vez en instrumento matemático.
Aquí está la gran misión que corresponde a las Universidades de nuestros días una vez que recuperen su esencialidad y dejen de ponerse al servicio de títulos profesionales: «progresar es ser mas» o en otras palabras crecer devolviendo a la persona el protagonismo sustancial que la rebelión de las masas trata de arrebatarle. La persona necesita años de entrega para alcanzar la maduración que le corresponde. Sin ello corre el peligro de ser reducida a una especie de número utilizable para la forja del poder político. España, con sus grandes antecedentes de la escolanía salmantina, el ilustracionismo católico y el orteguismo debería hallarse en buenas condiciones. Hubo un tiempo en que parecía fácil alcanzarse. Es importante retornar a ese humanismo que en tiempos nos situó en lugares de privilegio. Los políticos deben aprender la lección: no importa tanto el poder como la persona. Y de esto nos estamos alejando.
✕
Accede a tu cuenta para comentar