Opinión
De Nixon a Bill Clinton
Cuesta explicar lo ocurrido en España a los amigos en EE UU. ¿Sería posible que el poder legislativo votara la destitución del presidente y lo sustituyera por otro del partido contrario?
Bien. Para defenestrar al presidente existen dos vías. El «impeachment» y la Vigésimo Quinta Enmienda de la Constitución.
En el caso del «impeachment» el presidente debe incurrir en traición, soborno y/u otros delitos y faltas para activar su destitución con una mayoría simple en el Congreso y dos tercios del Senado. En su sustitución acudiría el vicepresidente. Ya lo que entendamos por traición y delitos y faltas puede ir de las maniobras en la oscuridad de un Nixon, que dimitió antes del «impeachment», a Bill Clinton y sus pantalones por los augustos suelos del Despacho Oval. Una vez fuera, y con el vicepresidente a los mandos, habrá que esperar a la próxima convocatoria de elecciones, fijadas sin excepción para el primer martes después del primer lunes de noviembre al cumplirse después cuatro años de las anteriores elecciones presidenciales.
Respecto a la Vigésimo Quinta Enmienda, el vicepresidente asumirá el poder siempre que él y una mayoría de los altos cargos del ejecutivo o de otros órganos como el Congreso, transmitan a los presidentes de las dos Cámaras que el presidente de los EE UU no está para filigranas. Quiere decirse que actúa como un demente. Todo lo que no sea un presidente majareta, o que en su defecto agonice víctima de la enfermedad, no sirve. Una vez fuera, y con el vicepresidente a los mandos, habrá que esperar a la próxima convocatoria de elecciones, fijadas sin excepción para el primer martes después del primer lunes de noviembre.
¿Basta para entender hasta qué punto resulta difícil teorizar en Washington D.C. la caída de Mariano Rajoy y su automática sustitución por Pedro Sánchez? Basta, pero falta dinamita para asumir el tamaño del lío.
Imaginen, más allá de lo que diga la ley, y es mucho imaginar, a un candidato a presidente aupado por un partido que hubiera actuado como brazo político de una organización terrorista en, pongamos, Vermont. Añadan los votos de otros dos, pongamos de Florida, con la mitad de sus cúpulas en busca y captura y la otra mitad en la cárcel, acusadas ambas por el Tribunal Supremo de rebelión y malversación de fondos públicos luego de intentar la secesión de Florida tras cerrar ilegalmente el parlamento estatal, saltarse la ley y la Constitución y desobedecer las órdenes del Tribunal Supremo y, finalmente, con un gobernador del Estado de Florida, miembro de uno de esos dos partidos, que disertara acerca del ADN de judíos y negros. Sin olvidar a un penúltimo socio, el partido nacionalista pero «sensato», y capaz de redactar con los representantes políticos del citado grupo terrorista en Vermont una constitución propia que haga de Vermont una república en pie de igualdad y de la república actual una confederación.
Dejo para el final la única hipótesis no descabellada. O sea, que el Sánchez de Dakota cuente con el voto favorable de un postrer partido. Orgullosamente antisistema. Dispuesto a negociar sin condiciones con los golpistas de Florida y los aliados del terrorismo en Vermont. Y cuyos líderes renieguen de las llamadas élites, acusen a los medios de comunicación de vendidos, agiten los espantajos de la casta y el pueblo y, de paso, culpen a la globalización de todos los males desde las diez plagas de Egipto. Un partido que encajaría en el programa y retórica de Donald Trump, bien que sustituyendo la laca por estribillos de Quilapayún.
Llegados a este punto mis amigos yanquis consultan el correo en el teléfono. Qué tarde es. Etc. Lo entiendo. Yo también me iría. Al galope.
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