Opinión

Los sonidos del silencio

A veces, cuando echo mano del título de una canción, de una película o de una obra literaria para encabezar mi columna –o de una ópera, como la semana pasada–, tengo la sensación de que ya todo está dicho y escrito, pero profundizo, vuelvo a la realidad y concluyo que no, que todavía queda mucho por decir, por escribir ¡y por inventar!, ¡ya lo creo! Pero hoy quiero detenerme en el silencio, ese gran aliado que nos asiste cuando la tristeza es profunda, cuando la esperanza es nula, cuando en nuestros párpados no se dibujan proyectos, cuando nos atenaza la decepción por un lado y por el otro... Me disculparán si en un domingo escribo desde el pesimismo, pero es que pasamos por un momento en que no cabe otro sentimiento, otras sensaciones, y entonces es cuando nos queda la baza del silencio, del encierro en nuestro yo, ese asidero que no nos falla, que no permite que nos descolguemos.

Este artículo podría haberse titulado también «Elogio del silencio», o bien «Elogio de la locura» de Erasmo, cuyas traducciones lo dieron también como «Elogio de la necedad», que nos viene muy al hilo; o bien «Elogio de la dificultad», otro famoso ensayo en que se critica el realismo cínico: lo que más me gusta; o quizá «Elogio de la lentitud», la que vamos a vivir los próximos interminables meses hasta que salgamos de este absurdo en que nos vemos inmersos sin comerlo, sin beberlo y sin que los españoles hayamos tenido opción de opinar; tal vez «Elogio de la duda», la que nos asalta cuando nos cuestionamos si los de antes obraron con acierto al permitir que pasara lo que pasó; o, finalmente, «Elogio de la ceguera», obra de mi muy querido José Saramago, en que el autor nos asoma a los límites de nuestra conciencia.

Creo que la conciencia no está de moda, la conciencia es algo que pertenece al pasado y se sobrevaloró; o si alguna vez existió, por doloroso que parezca. El caso es que no nos quedan muchos ejemplos para traer hasta estas líneas de lo difusos que hoy día nos resultan. Podríamos recordar ahora algo que nos aproxima a lo que es conciencia de Estado trayendo al presente aquella escena en que Don Juan de Borbón, el Juan III que no fue, quien con voz emocionada cedió sus derechos sucesorios en un solemne acto en que a todos se nos empañaron los ojos: «Señor: por España, todo por España. ¡Viva España! ¡Viva el Rey!».

Pero de eso ya no queda, el amor a la Patria está obsoleto, el sentido de Patria ha pasado de moda, y así nos va. El país está en depresión y se nota vayamos donde vayamos. Por eso yo opto por el silencio, por la introversión, porque me cuesta sentir un mínimo brillo de esperanza. Y aunque Francis Bacon llegó a decir que el silencio es virtud de los tontos, me quedo con otra máxima que asegura que el continuo silencio y el estar apartados del estrépito de las cosas del mundo, hace que pensemos en la utopía de las cosas del cielo. El silencio amigo, compañero eterno de la noche, nos arropa y nos permite sentir que el espíritu se fortalece con la oscuridad.

El lema de la Orden de la Jarretera, la más antigua e importante del Reino Unido dice «Honi soit qui mal i pense», algo así como «que la vergüenza caiga sobre aquel que piense mal». Pero yo voy a adaptarlo al tema que hoy nos ocupa, más bien nos preocupa: «que la vergüenza caiga sobre aquel que nos haga mal».