Opinión

Salamanca

Una muy importante asamblea internacional de dirigentes universitarios ha tenido lugar con la intervención de las más altas autoridades del Estado y con acierto se ha escogido el alto escenario de Salamanca. El motivo de esta elección no se encuentra únicamente en esos ocho siglos que nos separan de su origen, sino en la importancia capital que aquel estudio llegaría a revestir en la conformación de la cultura europea. La Escuela de Salamanca es verda­dero simiento para la afirmación de valores de persona, vida y sa­ber sin los cuales no hubiera sido posible que la «europeidad» se convirtiera en valor universal, y esto es precisamente lo que los asistentes a la asamblea han venido a ofrecer recibiendo de la autoridad real y el poder estatal palabras lógicas de agradeci­miento. España puede sentirse orgullosa. Y lo está. El historiador recuerda el verdadero matiz de sus raíces. Dos siglos y medio habían transcurrido cuando, por las gestiones de un cardenal español Pedro de Luna, Salamanca fue elevada al mismo nivel que hasta en­tonces fuera exclusivo de la de París. En adelante podría dar tí­tulo de doctores especializándose en los dos derechos: civil y canónico. Hay que tener en cuenta que en este mismo momento la Universidad de Valladolid recibía de la Iglesia otro privilegio no menos singular como era el empleo de restos humanos en la investigación de la Medicina. Hispania recibía de la Cristiandad un mandato: la ciencia que sirve para hacer más comprensible la verdad religiosa resulta también imprescindible para el crecimiento de la persona humana al que los maestros salmantinos ya calificaran de progreso.

La Escuela de Salamanca defenderá algunos principios esenciales sobre los que se construye el liberalismo. Comencemos con los Colegios Mayores, una idea que el cardenal español Gil de Al­bornoz pusiera en marcha: la tarea de las Universidades no se limita a la transmisión de los saberes adquiridos por medio de las cualidades humanas, sino que tiene que alcanzar a la maduración precisa de la persona. Y ahí tenemos una de las aportaciones más decisivas. Al estudio deben acudir no solamente aquellos que desean penetrar en los cuatro ámbitos esenciales del saber: filosofía, que se mueve en el tiempo; ciencia, que se perfila en el espacio; derecho, que fija las relaciones entre las personas y medicina, que cuida y defiende la vida. Todavía en mis tiempos jóvenes cuatro eran las facultades que componían la Universidad.

La definición de la persona se ajustaba a la doctrina que el cristianismo latino venía estableciendo. Dotada de dos dimensiones, capacidad racional para el conocimiento y libre albedrío que no iba a confundirse con independencia para guía de la voluntad, moraban en ella derechos que tenían que calificarse de naturales porque se hallaban intrínsecos y no eran el simple resultado de acuerdos y decisiones tomados por el hombre mismo. La aportación esen­cial de Salamanca que coincidiría pronto con las definiciones del Papa Clemente estaba precisamente ahí. Es indispensable reconocer que esos derechos naturales son esencialmente tres: la vida, la libertad y la propiedad. Los grandes maestros salmantinos del siglo XVI insistirán de manera especial en este punto. El mandamiento divino no se limita a no matar, sino que se extiende a la protección de la vida y a la conducta natural. La libertad depende de que sea respetada por los demás acomodándose en todo caso a los principios éticos que el cristianismo enseña. Y la propiedad no se refiere a la simple acumulación de dinero sino a la libre disposición de todos aquellos medios materiales (bienes) que la persona necesita en el curso de la existencia. Son tres principios que la democracia moderna debería aclarar y defender ya que de ellos depende la an­siada libertad que deforma las ideologías posteriores a los procesos revolucionarios.

La Escuela de Salamanca insistió en que siendo los seres humanos criaturas de Dios que había establecido en ellas su imagen y semejanza deben ser considerados iguales sin que las diferencias étni­cas o sociales puedan tomarse en consideración. Cuando se produjo el sorprendente descubrimiento de América que fuera hasta entonces ignorada, los maestros salmantinos no experimentaron la menor duda: los aborígenes y emigrados cualquiera que fuese su lugar de origen debían ser considerados como personas plenas a las que asisten esos tres derechos. Es precisamente lo que Isabel la Católica incluye en el codicilo de su Testamento y lo que inspira esas primeras palabras de la Constitución de los Estados Unidos considerada como definición más completa e innegable de la democracia: «Dios ha hecho a los hombres, libres, iguales y en busca de la felicidad» Pongamos atención debida en estas palabras. Felicidad es algo muy diferente del simple placer: responde a la íntima satisfacción que produce el cumplimiento de todos esos deberes que obligan a amar al prójimo no más que a uno mismo pero evitando el desprecio.

Es fácil comprobar como en nuestros días ha llegado a producirse una tergiversación de aquellas enseñanzas. Villena o Sepúlveda su­pieron explicar con el mejor detalle consiguiendo por diversas vías que se corrigiesen los abusos iniciales, se impidiese la esclavitud o se evitasen los malogros. América no fue una suma de colonias. Aun partiendo de niveles culturales muy bajos llegó a convertirse en una suma de Estados independientes que comparten idiomas europeos que han contribuido también a enriquecer. El holandés Hugo Grocio recogería por su parte las enseñanzas salmantinas para defender su tesis de «mare liberum». Y este año conmemoramos tam­bién el seiscientos aniversario de la primera navegación alrededor del mundo, una hazaña que solo pudieron celebrar dieciocho super­vivientes.