Opinión

Trump y Kim, cara a cara

Trump cree saber de todo más que nadie, pero si de algo presume es de ser maestro en el arte de la negociación, sobre la que ha escrito dos libros. La suya es una negociación empresarial, la política es otra cosa, pero su confianza en sí mismo y su afán de notoriedad son fuerzas decisivas detrás de la cumbre de Singapur, que se celebra, tras una finta de previa y efímera renuncia, con una preparación diplomática somera y de frenética última hora para lo que requiere un acontecimiento de esta naturaleza. En todo caso resulta tranquilizante que Trump se haya dejado aconsejar, haya bajado las expectativas y moderado, dejando claro que condicionalmente, su lenguaje. No sólo no vuelve a llamar a su interlocutor, de momento, «el tipejillo de los cohetes», sino que hasta le ha dedicado algunas lisonjas, lo que no deja de inquietar en Estados Unidos. Ya no sólo no pretende conseguir de una tacada la desnuclearización de Corea del Norte, sino que sensatamente proclama que se trata de abrir un proceso. Lo que busca, y es justo y necesario, es que los principios y modos de ese proceso queden meridianamente claros y fijados desde el principio, como condición para que no se eternice. Corto no es posible que sea, por la complejidad de los temas y la abismal distancia de actitudes y posiciones entre las partes, pero hay que tener en cuenta que, tras tres largos intentos fallidos desde principios de los noventa, el régimen norcoreano domina el arte de ganar tiempo y dejar finalmente las cosas en agua de borrajas, para seguir avanzando en su letales y super clandestinos programas armamentísticos, mucho más allá de lo que los más audaces analistas de inteligencia habían podido imaginar de un país tan aislado y depauperado.

¿Qué perspectivas hay de éxito? Todo depende de lo que Kim pretenda. No se puede descartar que dar largas indefinidamente vuelva a ser su propósito. Desde luego no ha dejado duda de que el cara a cara con Trump lo anhela. Elemento esencial de la propaganda interna del régimen paria es la importancia internacional del país, del que tantos están pendientes. Que el hombre más poderoso del planeta quiera verse de igual a igual con el joven e implacable dictador, es un éxito colosal para el sistema y personalmente para Kim. Lo que ha dicho es que sus programas han alcanzado el punto en que ya no necesita más y ahora quiere negociar los objetivos de su estado. Ese punto es precisamente lo que constituye para Trump el «hasta aquí hemos llegado». La última explosión en septiembre no fue, probablemente, atómica, sino nuclear, y su último misil en noviembre cubrió ocho mil millas en 53 minutos, capaz de batir todo el territorio de Estados Unidos. Completamente inadmisible para cualquier responsable americano, no digamos Donald Trump.

Tras un año de progresivo calentamiento del tema, aproximándose a la incandescencia, Corea del Sur ha servido a Washington en bandeja la voluntad norcoreana de un encuentro que la administración Trump ha cogido al vuelo. En juego están la ilimitada confianza en sus habilidades, la aureola de gloria que el esperado triunfo le reportaría, hasta, para no ser menos que Obama, el Nobel de la Paz, pero en todo caso la necesidad estratégica de haberlo intentado seriamente, antes de pasar a cualquier forma de política «por otros medios», en términos clausewitzianos. Queda claro que no sólo nada de levantamiento de sanciones mientras no haya progresos tangibles, sino que hay preparada una batería de otras trescientas, por si acaso. En ese sentido, el abandono del trato con Irán refuerza la credibilidad americana al respecto, mientras que la que ha armado en Quebec es también una forma de enseñar los dientes en Singapur. «En el primer minuto sabré si la cumbre va a tener éxito», ha dicho.

Los objetivos de Washington son perfectamente nítidos y maximalistas: Desnuclearización completa, verificable e irreversible. A cambio ofrece poner fin oficial a la guerra de Corea (1950-53), pues nunca se firmó el correspondiente tratado. Los símbolos son gratis y podría hacerse de inmediato. Kim habla aparentemente el mismo lenguaje, pero nadie sabe exactamente qué significa desnuclearización para él. No hay duda de que el objetivo de todo el sistema de poder familiar mediante el más minucioso e implacable terror, es la supervivencia del régimen. Para conseguir algo los americanos tienen que garantizársela, de manera tan específica y contractual como el desarme nuclear que le exigen. Trump lo da obscuramente a entender. Todo un trago para los valores que Estados Unidos defiende. Hay que colmar un abismo y es difícil imaginar cómo. Además, los protagonistas no son solamente los dos interlocutores. Japón cuenta mucho, Corea del Sur muchísimo, China todo. Y las cuestiones a tratar no se limitan a las armas de destrucción masiva por excelencia y sus vectores de proyección. Las químicas y biológicas forma parte del paquete. Y no menos el armamento convencional. La suprema realidad estratégica coreana es que la enorme conurbación de Seúl está al alcance del enorme despliegue artillero del Norte en la mismísima frontera. Y están los túneles por los que una división puede invadir el Sur en una hora. Y mucho más. Un amplio margen para no hacerse demasiadas ilusiones.