Opinión

Barcelona con La Roja

Tras muchos tira y afloja, dos años de batalla burocrática y hasta 10.000 euros de multa, un grupo de valientes bajo el nombre «Barcelona con la Selección» ha conseguido lo que era imposible prohibirles por más tiempo: que los barceloneses puedan jalear en pantalla gigante a su selección.

Tela, lo del poder de Colau y los amarillitos. Cuánto recuerdan a los tiranos de Ismail Kadaré, que buceaban en las mentes de las personas para determinar si soñaban cosas prohibidas por el régimen. Naturalmente, la cita no va en ser en la Plaza de Cataluña, ni en el campo del Barça, ni nada por el estilo. Eso es para los seres «alfa». Pero, gracias al patrocinio de La Liga y la empresa Valdebebas Fintech District, se han conseguido los dineros para alquilar el campo de fútbol de L’Aliga, en Vallcarca, lejos del centro pero en la ciudad. Una sede muy digna, con capacidad para 1600 personas.

El dolor de los rupturistas es extremo. ¿Se imaginan el espectáculo de miles de aficionados revestidos con camisetas de España en el metro, los autobuses y las calles de Sant Gervasi y aledaños? ¿Y si La Roja «trepa» en los resultados y aquello crece en entusiasmo? El «Que Viva España» de Manolo Escobar hasta en la sopa, otra ola de banderas nacionales en los balcones y fiesta hasta las tantas de la madrugada.

Insoportable para una causa cuyo mayor leitmotiv es «el sentimiento». Pero, oigan ¡el sentimiento es así! ¿Cómo no dejarse arrastrar por el calor de las multitudes cuando el enemigo se llama Portugal, o Francia, o Alemania? ¿Cómo preferir el silencio mustio y la cara amarga a los saltos en las calles? ¿Hay algo que guste más a un español –sea o no de Cataluña– que el fútbol y la fiesta?

De repente La Roja es un reclamo más atractivo para la apoteosis del sentimentalismo que los versos de Espriú –que muy pocos independentistas entienden–.

Y ahí es el rechinar de dientes y el crujir de mandíbulas de los que se enfrentan a la masa enfervorizada, con sus banderas nacionales ondeantes, sus bombos y sus trompetillas. De nada sirve entonces recordar la belleza de las butifarradas populares, que de repente quedan ridículas. Ni las carreras por la libertad de los presos –qué cansancio–, ni las verbenas con sardana y castellets.

¡Ay, ese partido vespertino en el bar con aroma de cafés y copas, con la pantalla del televisor con su Moreneta encima! ¡Uy, esa subida por Vallcarca con cánticos a la selección! Ojalá gane La Roja, de verdad. Los lazos amarillos se pondrían verdes. No me extraña que la Colau se haya resistido con pies y manos.

Pobreta.