Opinión

No hay niños ni niñas

Cenizas a las cenizas. Hablamos de muertos sin descanso, haciendo de la política un funeral de promesas que miran al pasado o al más allá. Está bien acordarse de los difuntos, sobre todo para bien, los otros merecen el olvido de los fantasmas. Cuelgamuros es un lugar siniestro donde ayer se pasaba frío y se esparcían un puñado de turistas extranjeros despistados que pensarían que habían llegado al parque temático de una España negra. Una de las guías que acompañaba a estos señores entrados en años y de lengua irreconocible pisoteó la tumba del renacido en una especie de exorcismo. Parecía europea pero si llega a llevar plumas en la cabeza y unos amuletos colgando del cuello diríase que hacía de chamán o hechicera de la tribu. Así me sacaron una vez los malos espíritus en las profundidades de Mozambique, en una choza alumbrada por un fuego, aunque creo que los demonios habitan para siempre en nuestros intestinos hasta que uno mismo, una vez muerto, se transforma en demonio.

El innombrable del Valle se quedó allí casi caricaturesco entre tanta solemnidad gigantesca. Los políticos seguían hablando de él y olvidándose de los vivos, tanto que llegará un día en el que solo gobernarán para ellos porque no tendrán pueblo al que dirigirse. No nacen suficientes nuevos españoles para mantenerles el sueldo. El año pasado llegaron a este mundo ignoto tantos bebés como en 1996. Una barbaridad. Nos vamos haciendo viejos sin nadie que nos releve y nos limpie las cacas cuando llegue el momento pero, en vez de buscar soluciones a un problema que desembocará en la quiebra de todo este sistema del bienestar y el buen rollo (siempre que no gobierne el PP, que no abría las puertas de la Moncloa para un tutorial de «running», que es lo más), nos dedicamos a pontificar sobre los que hace ochenta años se sacaban los ojos. No porque importe realmente sino para alimentar conflictos que deberían resolverse sin alzar la voz en busca de un titular. Bailarán sin permiso sobre las tumbas, los de unos y los de los otros. A eso se llama política de progreso con la mirada puesta en la mitad del siglo XXI, cuando necesitaremos «Aquarius» que nos rescate de unas pensiones de chichinabo. Podríamos vivir sin muertos, aunque por desgracia es imposible, pero una cosa es segura: la supervivencia depende de la salud de las cigüeñas que ahora son la radiografía huesuda de un pájaro mal hechizado. Lo malo es que a quien le toque en su momento bregar con el problema no tendrá ya difuntos tras los que esconderse.