Opinión
Pasión revolucionaria
La actual mayoría dirigente no oculta su pasión revolucionaria. No lo digo porque apadrine ideas regeneradoras –sería pedir demasiado-, sino por su atracción por aquellos revolucionarios franceses que deificaron la razón y ejercieron un Terror que apagó muchas luces de las que presumía aquel siglo. Un espíritu revolucionario que abriría el camino hacia los totalitarismos futuros y de los que esa mayoría dirigente presenta no pocas adherencias. El fruto es hoy una espesa amalgama de culto a la razón, colectivismo, oportunismo y casoplones, todo aromatizado con esencias de Mayo del 68.
Estos días el anclaje en esas raíces ha emergido al oír su querencia por el rancio dogma de escuela única, pública y laica, pese a su incompatibilidad con la Constitución. Así lo han recordado las más recientes sentencias del Tribunal Constitucional, sentencias que, dicho sea de paso, no son innovadoras sino continuadoras y que deducen un modelo constitucional basado en la libertad personal que el Estado debe procurar, no obstaculizar.
También me han recordado esas raíces su desconfianza hacia los jueces, con retorno al no menos rancio prejuicio revolucionario que consideraba al juez como agente de un imaginario antiguo régimen, por lo que debe quedar en mera boca que pronuncia las palabras de la nueva ley. De ahí que frente a la Manada callejera se aliente la visión de la judicatura como manada togada, excusa para una reforma de los delitos sexuales que no deje resquicio a la justicia, ni a la consideración prudente del caso. Desde esas vetustas raíces lo moderno es retroceder dos siglos para borrar en la mente de futuras generaciones toda dimensión espiritual. Esto explica, por ejemplo, la idea de instaurar una ética neutra y de obligado aprendizaje. En ese empeño puede verse una inversión en futuros votantes, cierto, pero también el diseño de un nuevo ciudadano ya libre de alucinaciones espirituales, de oscurantismo religioso que debe sustituirse por una neoreligión racionalista, diseñada desde el poder pero con precauciones para que no degenere en un ciudadano emprendedor, libre, crítico, sino pastueño y estatalizado.
En lo colectivo ese proyecto es coherente con los viejos prejuicios ilustrados hacia la historia de España como país de raíces católicas, prejuicios que pretenden borrar cualquier recuerdo de un pasado que dé la clave de la relevancia histórica de España. Se opta así por una política que en muchos frentes nos debilita y desdibuja como nación, para lo cual se comienza por el diseño de un neociudadano hecho a la idea de vivir en un país despersonalizado, desvitalizado y anodino, no en una nación fuerte y enraizada, un neociudadano que, por ejemplo, repudie la gesta del descubrimiento y civilización de América e idolatre la Movida madrileña, y es otro ejemplo.
S
e toma de esas raíces la obsesión por poner el reloj de nuestra historia a cero, de ahí su repudio a toda idea, símbolo, enseñanza o tradición que nos identifique como nación competitiva y en esa empresa coincide con aquellos que hace ya tiempo sentenciaron que España era una nación atrasada por esa carga de tradición. Sin embargo, pese a la carga socializante de nuestra mayoría dirigente, esas raíces ilustradas no le llevan a apostar por un Estado cohesionado y fuerte, sino que se alinea con los intereses foráneos que decidieron asignar a España el papel de pequeña potencia inofensiva. Curiosa alianza de intereses y prejuicios que explica que nuestros neoilustrados lideren una política debilitadora, desmembradora en lo territorial, que nos desactive.
Cuadra así que cuando, en los últimos años, España ha apuntado maneras de potencia emergente, desmarcándose del humilde papel asignado, se nos resitúe como país propiciando un serio correctivo en forma de trágico vuelco electoral o audaz golpe de mano parlamentario, todo encaminado a entregar los mandos a los ejecutantes internos de esos planes debilitadores. Y cuadra también que desde tales directivas se haya dejado claro que sólo se admite un gobierno conservador si se ciñe a la puntual gestión de recomponer la economía, si se limita a llenar una despensa que han vaciado los que, pretextando políticas sociales, han seducido con tal espejuelo a una mayoría social dócil, hija de la nueva racionalidad. La cuestión es si ese conservadurismo se aquietará con tal papel.
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